Periodismo imprescindible Viernes 29 de Marzo 2024

Esto también es la CDMX

Como si estuviera rodeado por un domo transparente que no deja pasar el ruido, el pueblo de San Bernabé Ocotepec tiene sus propios olores, colores y sonidos. Sí, la ciudad también es pinos, ocotes, oyameles, cedros, helechos, encinos, que reclaman el lugar arrebatado por concreto, asfalto, acero, smog y basura
25 de Marzo 2018
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TEXTO Y FOTOS ROGER VELA

Caminas lento entre el sendero cubierto de hojas secas y maleza. Piensas dónde colocar tu pie antes de dar cada paso. Tratas de no tropezar. Tus manos están alerta por si es necesario usarlas como amortiguador al caer. Estás cansado. El sudor brota de tu frente y baja por tu rostro. Después de 40 minutos has logrado llegar a la cima de la peña. Mientras recuperas el ritmo habitual de tu respiración, volteas tu mirada y ves, desde las alturas, una postal: la Ciudad de México flanqueada por un inmenso bosque que cubre de verde el color gris de la mancha urbana.

Nunca has visto a la ciudad así, tan arropada por la naturaleza, hundida entre los miles de árboles que la custodian. Se muestra vulnerable, como si fuera una playa atiborrada de turistas ante un tsunami cuyo verdoso mar está por cubrirla en su totalidad. Y tú estás ahí, surfeando en la cresta de una ola de piedra tratando de mantener el equilibrio. Tomas tu cámara y disparas. Te das cuenta de que no hay justicia fotográfica que refleje este contraste colorido entre lo urbano y lo campestre.

A lo lejos, distingues el inconfundible World Trade Center, la Torre Mayor es alcanzada por un tenue rayo de sol, la espectacular bandera de San Jerónimo confronta a las construcciones que la rodean, el aeropuerto sobresale entre el horizonte, los edificios de Reforma se muestran como una cordillera simétrica. Estás en uno de los puntos más altos de la ciudad. Este mirador ofrece una vista inédita para la mayoría de capitalinos.

Parece una pintura en la que el artista usó diferentes tonalidades de un mismo color: verde limón, aceituna, bandera, agua, olivo, esmeralda. Es una obra transgresora que rompe con nuestra forma de percibir la metrópoli. Sí, la CDMX también es pinos, ocotes, oyameles, cedros, helechos, encinos, que reclaman el lugar arrebatado por concreto, asfalto, acero, smog y basura.

Estás a una altitud que ronda los 3 000 metros sobre el nivel del mar. Es el pueblo de San Bernabé Ocotepec. Pero esto no parece la Ciudad de México, al menos no la que conoces. Como si estuviera rodeada por un domo transparente que no deja pasar el ruido, el caos y el estrés de allá abajo, la montaña tiene sus propios olores, sonidos, colores y códigos.

Es la oposición armónica de la ciudad de la furia que caminamos a diario. Aquí el tráfico lo conforman las pequeñas hormigas que caminan en una sola dirección sobre la hoja de una planta. El ruido de los cláxones se transformó en el canto de águilas, zopilotes, colibríes, búhos y algún pájaro carpintero en jornada laboral. La algarabía citadina es reemplazada por la quietud y el silbido del viento al chocar con las ramas de los árboles.

Buena parte de esta cadena montañosa funciona como un parque ecoturístico, que recibe el nombre de la comunidad en donde se asienta. Don Rolando es el presidente del parque. Él explica que el proyecto comenzó hace 12 años. Desde entonces es administrado por una asamblea de comuneros que recibe apoyos del gobierno local y federal.

Pero no ha sido fácil sacar adelante el parque. La mayoría del personal con el que cuenta son personas mayores que tienen más apego al bosque que las nuevas generaciones. Los jóvenes, dice Rolando, no se interesan por la conservación de su tierra que, además, sirve como uno de los pulmones que provee de oxígeno a una Ciudad de México enferma.

El presidente de ese pulmón cuenta que en los años 40 la montaña sobre la que estás parado se quedó sin bosque; buena parte de los árboles desapareció. El pulmón se mostraba víctima de un tabaquismo causado por la tala indiscriminada de madera que estaba acabando con su vida. La gente vivía de arrasar su monte y bajaba a la ciudad a venderlo en trozos transportados por caballos y burros.

Con la industrialización y la proliferación de las fábricas, los habitantes de la zona cambiaron sus actividades laborales. El monte comenzó a regenerarse, las semillas de los arbustos cayeron y con la lluvia parieron nuevos árboles que ahora adornan el paisaje y alimentan el olfato de los visitantes. Desde hace años, don Rolando, su equipo, algunos voluntarios y habitantes de la localidad siembran en promedio 5 000 árboles al año para seguir alimentando la montaña.

Bajas de la peña y, a la mitad del camino, ves un risco que sobresale entre una maraña de ramas, hojas y troncos. Ahí, los fines de semana decenas de personas practican rapel: descienden con cuerdas hasta una planicie retando al vértigo. Otros lo escalan sujetos a unos arneses, luchando contra el cansancio que produce subir una pendiente de 90 grados, sin mayor impulso que la voluntad y las fuerzas de brazos y piernas. Don Rolando es un experto: a sus 56 años, baja del risco de cabeza. Domina con tal perfección la cuerda al descender como Batman cuando escapa de un edificio de Ciudad Gótica.

Colina abajo se encuentra la tirolesa. Un sistema de cables conectados de extremo a extremo en dos montes, en el que los visitantes se lanzan colgados de un lado a otro a unos 10 metros de altura. Además, en la cima de otra montaña –aun más alta que la peña que alberga al mirador– se construyó una villa de descanso. Cuenta con todas las comodidades: baños, energía eléctrica, camas y agua potable. Desde ese punto, si miras el amanecer, podrás ver el sol naciendo entre el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl sobre una cama de nubes. Un espectáculo único por el que vale la pena desmañanarse.

También puedes rentar una bici de montaña si quieres atravesar los caminos cubiertos de hojas y yerba. Los niños pueden recrearse en el área de juegos infantiles o ir al vivero para aprender cómo sembrar un árbol y qué tipos de plantas silvestres existen.

El proyecto contempla crear un circuito completo con el propósito de que la experiencia de los visitantes sea inmejorable: por la mañana admirar el alba desde la villa, luego bajar por una serie de tirolesas colocadas en zigzag a través de dos montañas, llegar al mirador y ver los primeros rayos solares sobre la ciudad. Practicar senderismo durante unos minutos y llegar hasta el risco de rapel para descender a una estación de bicicletas. Bajar en bici de montaña por los agrestes caminos del monte y, finalmente, llegar al restaurante a fin de probar los primeros alimentos del día. Esperan tener listo el circuito en los próximos meses.

Rolando te cuenta que el parque es sustentable. Además de abastecerse del ojo de agua que nace en la parte alta del monte, cuenta con contenedores que captan el agua de lluvia, biodigestores para producir fertilizante y baños secos ecológicos para ahorrar el líquido que tanto escasea en la urbe, mecanismos que ayudan bastante al pulmón que hace respirar a la ciudad.

El acceso al parque cuesta 20 pesos por persona; las actividades tienen un costo extra. Aquí, incluso hay recorridos nocturnos para aquellos que prefieran acampar y escuchar el soundtrack nocturno que ofrecen las especies que habitan el monte. Es común ver los fines de semana a grupos de scouts y familias que acuden para realizar un día de campo: juegan a la pelota con sus hijos, duermen sobre el pasto y colocan columpios en las ramas.

—Nada más les encargo que recogen su basura, por favor —les dice don Rolando a quienes le preguntan en dónde se pueden instalar.

—Sí, no se preocupe, traemos bolsas para no ensuciar.

Entre semana, los corredores son los visitantes más constantes del lugar. Son atraídos por el canto de sirenas que producen la frescura y quietud de este sitio. La música es natural, no necesitan audífonos. Una familia de venados cola blanca los ve atravesar los senderos a diario.

Don Rolando te dice que su objetivo es cuidar el bosque para que no vuelva a sucumbir ante la actividad humana, como sucedió hace décadas. También quiere acercar más a los capitalinos para que lo conozcan y tomen conciencia de que esta zona es vital para el funcionamiento de la ciudad.

Sales de esta especie de domo imaginario. Atraviesas la reja de metal blanca rodeada por dos arcos de tabiques acorralados por varios arbustos. Como si salieras del ojo de un huracán, unos pasos adelante encuentras la CDMX que ya conoces: ruido, colores grisáceos y un calor que metros atrás no sentías.

Te das cuenta de que el bosque rompe con tu idea de la ciudad. Te regresa a sus orígenes, a su historia. Es la prueba de que no necesitas gastar decenas de litros de gasolina para despejarte de la CDMX, descansar entre la naturaleza, oler el aroma a pino, realizar actividades saludables y admirar increíbles paisajes.

La comunidad de San Bernabé sabe lo que tiene, y no quiere perderlo. Es su patrimonio, su riqueza, su mayor tesoro, y lo quiere compartir.

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