Periodismo imprescindible Jueves 28 de Marzo 2024

Adiós a l’enfant terrible del arte mexicano

José Luis Cuevas abandonó este mundo hace unos días dejando un legado de disrupción en el arte. Irreverente y polémico, fue crucial para el surgimiento de La Ruptura, movimiento que se levantó contra el muralismo de izquierda 
y la Escuela Mexicana de Pintura, 
en el siglo pasado.
10 de Julio 2017
Revista Cambio
Revista Cambio

Pintor, dibujante, grabador, escultor e ilustrador, José Luis Cuevas fue un artista polémico e irreverente que vivió siempre al límite. Artista fundamental en la historia de la plástica mexicana del siglo XX, Cuevas, quien falleció la tarde del pasado 3 de julio en el hospital Médica Sur de la Ciudad de México, fue miembro destacado del movimiento conocido como La Ruptura, el cual se levantó en contra del muralismo de izquierda y la llamada Escuela Mexicana de Pintura que acaparó el arte mexicano hasta mediados del siglo pasado.

Con una formación autodidacta, el primer golpe que le propinó a los hasta entonces intocables muralista fue “La cortina de nopal”, un artículo que escribió a los 17 años en donde criticaba el estilo folclórico, panfletario y de “una alegría juguetona” de sus colegas Rivera, Siqueiros y Orozco. Nacía así el enfant terrible de la pintura mexicana.

En 1960, The New York Times lo calificó como uno de los grandes dibujantes del mundo, y lo comparó con el artista español Pablo Picasso, quien llegó a comprar dos de sus dibujos, mientras que Diego Rivera nunca le perdonó la irreverencia que le demostraba y siempre se consideró su enemigo.

Al final, José Luis Cuevas llegó a reconciliarse con los muralistas. De Orozco decía que era el pintor al que más admiraba, Siqueiros se convirtió con los años en un gran amigo y de Rivera reconoció que tenía algunas buenas obras por ahí.

Tras autoexiliarse tres años en Francia, regresó a México y, en 1981, recibió el Premio Nacional de Ciencia y Artes. En 1992 se inauguró el museo que lleva su nombre en el Centro Histórico, cuyo patio es dominado por La giganta, escultura monumental en bronce de ocho metros de altura. El recinto, que alberga la colección de arte que su primera esposa Bertha Riestra y él reunieron durante más de 30 años, se ha dedicado a promover el arte mexicano y latinoamericano.

Entre muchos otros reconocimientos, recibió la Orden de Caballero de las Artes y las Letras de Francia, el Premio Internacional del Consejo Mundial de Grabado y la Medalla de Oro de Bellas Artes por sus 50 años de trayectoria.

 

Obituario y Rotonda

A mediados de marzo de 2010, cuando la escritora Elena Poniatowska fue a casa del pintor José Luis Cuevas a visitarlo para ver cómo seguía de la ciática en la pierna izquierda que lo aquejaba y le provocaba gran dolor, el artista plástico le reveló que ya presentía su muerte, pues, entre otras cosas, tenía el don de ser vidente y cada año anotaba en una libretita negra los nombres de las personas del mundo artístico que morirían en los siguientes meses, y que, entre muchos otros nombres, había anotado el suyo.

Poniatowska, quien aprovechó la visita con el propósito de publicar una larga crónica en el periódico La Jornada, le preguntó a Cuevas cómo quería su cajón de muerto, y sin pensarlo mucho, el pintor le respondió que a él le sería imposible imaginar un ataúd de gran lujo y glamur por el gasto que representaría para las arcas del museo que tiene  –dirigido por Beatriz del Carmen Bazán, su esposa–, sobre todo si se considera que la mayor parte de su presupuesto estaría destinado a pagar las esquelas de media plana en todos los periódicos de México, anunciando su deceso.

“Quiero que el último gasto sea para anunciar en grande mi muerte –puntualizó Cuevas, y agrego–: Oye, Elena, ¿sabías que los periódicos tienen ya escrito el obituario de muchos personajes a fin de que no los agarren desprevenidos? ¿Crees que La Jornada me permitiera leer el mío para remediar omisiones? Tengo el presentimiento de que este año va a ser el de mi fallecimiento”.

—¿Y quiénes quieres que vayan a tu entierro?

—Ten en cuenta que soy el único mexicano que se ha casado debajo del Monumento a la Revolución con el rito náhuatl. ¿Sabías que yo me casé por primera vez a los 15 años, cuando me parecía a James Dean, con una gringa que después me buscó?: “I hear you have become a celebrity”, pero no tengo el acta de matrimonio. Desde entonces me caso y me caso y me vuelvo a casar. Con Beatriz del Carmen ya me casé 38 veces, la primera vez en Xelha, con el rito maya. Por tanto, quiero que a mi entierro vayan muchas mujeres quedadas y casaderas, que lloren a grito pelón para que las oigan todos los reporteros, las retraten los fotógrafos, cronistas, voceros, comunicadores, analistas, candidatos a la Presidencia, merolicos, cilindreros, presidentes de la República, presidentes municipales…

—¿Y qué te gustaría que se dijera de ti?

—Soy muy buena gente, aunque pueda resultar un tanto absurdo el hecho de que alguien que ha sido bueno con muchos, al mismo tiempo sea una gente muy odiada… Mira, en una ocasión en la revista Claudia, cuando la dirigía Vicente Leñero, se hizo una encuesta a fin de saber quiénes eran las personas más antipáticas de México, y recuerdo que el primer lugar lo sacó María Félix, el segundo Jorge Saldaña, que hacía televisión, y el tercero yo, y me hablaron de la revista para preguntarme qué sentía de estar entre los tres más odiosos de México y respondí: “No se preocupen, haré un esfuerzo con el propósito de estar en primer lugar”. Y aunque hice el esfuerzo, ya no hubo una segunda encuesta.

Cuevas le dijo a Poniatowska que en una ocasión, durante una comida en su museo, le sugirió al entonces jefe de Gobierno, Marcelo Ebrard, que le pusieran su nombre a alguna de las calles de la Ciudad de México, “y muy serio me respondió: ‘Me parece una buena idea. ¿Qué calle te gustaría? Nada más no me vayas a pedir el Paseo de la Reforma, porque eso sí es imposible’. No, Marcelo, a mí la que me interesa es la calle de Fresnos, porque hace esquina con la calle Diego Rivera, que es más bien pequeña, y la mía será más grande que la de Diego Rivera”.

—¿Y tú ya tienes preparadas tus últimas palabras, José Luis?

—Sí, y espero que no sean como las de Agustín Yáñez, quien ya agonizando en la cama de su casa murmuró: “Amados hijos míos, amada esposa, todos acérquense, voy a decirles unas palabras: Si hay Rotonda, acéptenla”.

—Pero muchos mexicanos valiosos se han quedado sin Rotonda…

—Quedarse sin Rotonda debe ser horrible.

 

Y cuando Poniatowska le comenta que para ingresar a la Rotonda de los Hombres Ilustres debe pasar un período de entre dos y tres años, Cuevas le dice: “Antes era rápido y expedito. Del Palacio de Bellas Artes conducían en la carroza funeraria a los muertos a la Rotonda. Yo estuve en la muerte de Siqueiros en Bellas Artes y se lo llevaron derecho a la Rotonda, pero ahora creo que el Gobierno es más estricto porque muchas veces escogían a quienes habían sido compadres del presidente en turno. Por ejemplo, León Felipe, que era español, fue a la Rotonda de inmediato, porque Echeverría lo admiraba mucho. También a Rosario Castellanos, quien murió en Israel, electrocutada, la trasladaron al cementerio de Dolores apenas la trajeron de Israel. Oye, ¿tú eres amiga del comité que decide quiénes sí y quiénes no? Me gustaría saber quién toma las decisiones”.

 

José Luis Cuevas nació el 26 de febrero de 1931 en la Ciudad de México. Pasó la mayor parte de su vida en los altos de la fábrica de lápices y papeles El Lápiz del Águila, administrada por su abuelo Adalberto. Ese temprano contacto con el papel y el grafito marcarían su destino de manera determinante.

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