Periodismo imprescindible Viernes 19 de Abril 2024

Comenzar
 de cero

El guacarróquer Armando Vega-Gil se puso a platicar con su yo del pasado a través de su novela Ritual del lagarto, un libro que trata sobre la congruencia y la posibilidad de deconstruirte
04 de Marzo 2018
No disponible
No disponible

POR IRMA GALLO

A nadie se le niega un vaso de agua, dicen que dice la Biblia (…) Pero en México y en el mundo a todos se nos niega un vaso de agua, a no ser que pagues por ella. Y bueno, ya que tomaste agua, ¿qué haces con el envase en el que te la vendieron? Hoy, el H2O comercial se merca en unas botellitas de plástico transparente (que hace más atractiva el agua) llamado PET.

México es uno de los países que más agua embotellada consume en el mundo. Si hicieras una hilerita de esas botellas que compramos a la semana, darías diez vueltas al planeta por día. Súmale las que se producen en Estados Unidos e India (…) Y, para acabarla de amolar, ese material es venenoso: si dejas uno de estos pomos al sol, el material hace una reacción química y el agua se vuelve tóxica.

Este es el fragmento de una de las cartas que el Emiliano del presente escribe a Emi, el adolescente que fue en 1971, en Ritual del lagarto (Ediciones B, 2017) de Armando Vega-Gil. El guacarróquer de Botellita de Jerez, que tiene ya 35 libros publicados y que hace las delicias de los amantes de la fotografía con su cuenta de Instagram, revisita en este libro el año de la muerte de Jim Morrison, de la masacre del Jueves de Corpus y del Festival de Avándaro, más que como un ejercicio de la nostalgia, “como una necesidad de irme quitando lastres”, según dice él mismo.

“Me estoy deshaciendo de objetos que me estaban amarrando al pasado, y justo en este proceso de depuración me aparece 1971 como un año que me explica, que necesito, para reflexionar en lo que va a pasar en el mundo que le estoy dejando a mi hijo”.

Ritual del lagarto es un testimonio de amor hacia su padre, ya fallecido, que en la novela es el anarquista-chamán abuelo Chon, y su pequeño hijo Andrés, de cinco años de edad.

“Chon es mi papá… voy a llorar”. Y sí, de verdad, este hombre alto, de pelo largo y plateado tiene que hacer una pausa porque se le están queriendo asomar unas lágrimas, y no son de cocodrilo.

Respira, le da un trago a su espresso, y continúa: “Por un lado, era un tipo superbohemio y leía a Henry Miller, y El amante de Lady Chatterley, y oía música de Charlie Parker y era fotógrafo también. Y por otro lado, esta segunda cara que tiene Chon, de obrero-anarquista, brujo huasteco, chamán, que conoce a Jack Kerouac y alguna vez fue con Neruda y le regaló su pluma”.

Con esa pasión por la fotografía, tanto el Armando de la vida real con su cuenta de Instagram, como el Emi adolescente de la novela con la Rolleiflex que le ha prestado el abuelo, le hacen un doble homenaje a Chon:

“Regresar a la fotografía, con las herramientas de hoy (esto de la postverdad y la postfotografía), ahí sí estoy cerrando un círculo que se quedó abierto con mi papá. Él era de esta escuela de Cartier-Bresson del momento decisivo, tenía ese ojo, se anticipaba con lo que iba a pasar. Tenía un cuarto oscuro y él imprimía sus fotos ahí en mi casa. Tenía una ampliadora, y las charolas y los químicos. Y yo, cuando huelo un químico de fotografía me acuerdo de mi papá. Todo el tiempo estoy haciendo este homenaje, y este querer recuperarlo”.

El Emiliano del presente es ese individuo que Armando Vega-Gil trata, día a día, de no ser: “Un cuate que se lo jaló la maquinaria como a todos nosotros. La Matrix nos jaló a todos y en esta reflexión escribo sobre qué es lo que está pasando ahorita y que los adultos de hoy no estamos siendo capaces de modificarlo. También pensar ¿qué va a ser de mi chamaco? Entonces hago un puente entre lo que yo soy y lo que fui para que, en algún momento, cuando pueda leer este libro, me haga preguntas si es que todavía estoy en la tierra para que me pregunte”.

Emiliano es un tipo cincuentón que ha dejado atrás todos los ideales que tuvo en la adolescencia: la justicia social, el cuidado del medio ambiente, la igualdad de géneros, y se ha transformado en una máquina que vive con el objetivo de hacer dinero: un publicista sin escrúpulos que igual elabora un anuncio de detergente que la campaña para el candidato más corrupto, con tal de mantener el estilo de vida que cree merecer: viajes a Nueva York varias veces al año, el iPhone más reciente del mercado, el carro híbrido más de moda (aunque le importe un comino que contamine menos), la ropa de diseñador.

Y sólo cuando Pamela –su gran amor de la adolescencia– le llama con el propósito de decirle que vio su campaña publicitaria para el candidato corrupto, y que Chon seguramente se está retorciendo en su tumba, los recuerdos de ese niño que fue regresan como en una avalancha, a fin de reclamarle la falta de congruencia con la que se hizo adulto.

“La novela trata sobre el ser congruente, y la congruencia es muy difícil. Yo creo que la congruencia es un ejercicio cotidiano y siempre rebasa tu quehacer y tu mundo, te rebasa y la riegas. Ese anhelo está en la novela: que hubiera una voz, de ese que tú vas a ser, que te dijera: no cometas esos errores que estás a punto de cometer”.

Pero si alguien piensa que esta es una novela pesimista, Vega-Gil está convencido de que no es así:

“Es que es totalmente apocalíptico lo que estamos viviendo. Es distópico. Y aunque sí hay una parte muy pesimista en la novela, al final abro una puerta, una vía de tren, de uno poder deconstruirse. Ese es el soporte moral de la novela: siempre puedes volver a empezar de cero”.

Otro trago a su espresso, que en este momento debe estar frío. Y el guacarróquer concluye: “Como decía Eduardo Galeano: La utopía es como el horizonte, nunca vas a llegar, pero te hace caminar hacia adelante.”

Recientes