Periodismo imprescindible Viernes 19 de Abril 2024

Confesiones de un malcriado

La manera en la que mis padres me “premiaban” regalándome juguetes, nunca pensé –y obviamente ellos tampoco– que fuese a condicionarme de manera tan abrupta en mi adolescencia. ¿Cómo es que tener todos los juguetes que siempre quise me convirtió en esto?
31 de Diciembre 2017
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POR JULIÁN VERÓN

Pasé la mayor parte de mi infancia pensando que todos los niños del planeta tenían exactamente la misma cantidad de juguetes que yo. Gracias a mis padres estuve protegido de la realidad, era como si viviese en una especie de burbuja que no me dejaba salir y oler los tacos de la esquina. Mi recámara era grande, de paredes blancas, y con varias divisiones o estantes llenos de juguetes. Cuando digo llenos, es porque de verdad estaban llenos; hasta mis mejores amigos decían que yo tenía una “biblioteca” de juguetes.

Al escuchar la palabra “juguetes”, lo primero que se me viene a la mente es mi madre diciéndome “sacrifiqué mi vida por ti, te di todos los juguetes que pediste, fui una mamá maravillosa, y tú me pagas así. Porque si algo fui yo contigo, fue madre”. Pues, con 28 años puedo decir que sí, mi madre me regaló sin lugar a dudas cualquier juguete que pasaba por mi cabeza infantil. Si lo veía en la tele, lo tenía al otro día. Si se lo pillaba a un amiguito, pues a las horas estaba en el cuarto. Y si por casualidad el juguete que mi mente creativa e inocente quería, no existía en el mundo real, pues se lo escribía en una carta a Santa Claus.

La manera en la que mis padres me “premiaban” regalándome juguetes, nunca pensé –y obviamente ellos tampoco– que fuese a condicionarme de manera tan abrupta en mi adolescencia. El que nunca me faltara nada, y recibir “premios” de manera constante independientemente de si mi conducta lo ameritaba o no, me convirtió en un real hijo de puta. Criticaba a mis compañeritos de clases con menos posibilidades económicas que yo, e incluso dejaba de hablarles a quiénes no llevaran su ropa o juguetes nuevos en la época de Navidad al salón de clases. Sin tener alguna causa clara, mi pequeño yo de nueve años degradaba a sus pequeños amigos hasta que lloraban o me daban la razón.

Los padres con cargos políticos de mis amigos millonarios dejaban dormir a sus hijos en mi casa, ya que mis papás “sí nos daban una infancia que merecíamos”. Pasé muchísimos fines de semana con escoltas de mis amiguitos ricos, me montaba en sus camionetotas e incluso me dejaban tocar sus pistolas. Recuerdo con cariño cómo una vez uno de los escoltas me dio una de sus armas negras sin seguro, por error. Por suerte no apreté el gatillo.

Cada vez que me portaba mal, o me veían “triste”, mis papás concluían que necesitaba un juguete nuevo de Mega Man X. ¿Resultado? Pues pasé la mayor parte de mi infancia fingiendo estar triste con el propósito de conseguir un nuevo muñeco. Con el paso de los años, me fui convirtiendo en un niño insoportable, mimado y manipulador. Una joya contemporánea.

¿Por qué mi mamá tomaba estas decisiones? No lo sé, pero gracias a ello, crecí con la creencia de que el mundo me debía algo, y de que si yo planteaba algo en mi cabeza, de alguna forma extraña todos los seres humanos en el globo terráqueo tenían que unirse para que movieran cielo, tierra, y cumplieran mi deseo. Lo que saliera por mi boquita había que cumplirlo, ya que si mi madre lo hacía, pues automáticamente yo sentía que así también era en el mundo real, el de carne y hueso. ¿El resultado? Un joven de veintitantos años con una baraja de relaciones inestables, conflictos amorosos, dependencia emocional a mi madre y carácter de chico de primaria. Nadie puede negarme algún juguete, y en el mundo de los adultos, los juguetes terminan siendo muchísimo más costosos que de pequeños.

Mi biblioteca de juguetes era mi mayor orgullo. La mostraba a todos mis amiguitos, e incluso antes de dormir dejaba un ojo entreabierto con la finalidad de despedirme del mundo de los despiertos con esa última imagen de todos mis juguetes abundantes y ordenaditos, sabiendo que en todos los demás departamentos de ese edificio en la ciudad, no había un solo niño con una biblioteca de juguetes como la mía. Y nada me hacía más feliz que eso: saber que las demás personas no tenían lo mismo que yo. Esto logró un nivel de felicidad y realización en mí que ni el salario más alto de la cuadra ha podido igualar.

Seguramente mi mamá no pensó en que darme tantos juguetes –cuando yo lo que quizás necesitaba era su compañía– no iba a sustituir las necesidades básicas de un niño de ocho o nueve años: sentirse suficiente para su progenitora. Tal vez mi madre no pensó en que debido a esta sustitución –mi amor por juguetes de Mega Man X– yo iba a causarles exactamente lo mismo a todas mis parejas, haciéndolas sentir que no eran suficientes para mí. Si un niño no se siente totalmente amado por la mujer que le da la teta, pues le hará exactamente lo mismo a cualquier mujer que le despierte amor. Y a ellas quizás no les regale ningún juguete.

Ya no vivo con mi madre, pero cualquier persona que entre a mi recámara de niño podrá ver exactamente la misma biblioteca de juguetes con la que ella trató de sustituir el amor y comprensión que no me dio de pequeño. Un juguete por cada vez que me dijo que no podía lograr algo, y por eso mi habitación está llena. Apenas pude salir de mi hogar para vivir solo, fue que empecé a realizar completamente mis sueños sin que ella me los castrara de a juguete por juguete. Aún no sé si voy a lograrlo; por ahora no tengo juguetes en mi recámara actual. Gracias, mamá.

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