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El adiós de los Millennials

La noche del 25 de noviembre, una chica de 27 años se sorprendió, a la distancia desde México, llorando la muerte del Comandante Fidel Castro
05 de Diciembre 2016
Fidel
Fidel

Por Víctor H. Ríos

Lo cuenta con ese asombro con el que a veces uno mismo se descubre, insólitamente: “Pensé que cuando muriera Fidel yo no iba a llorar, que yo sería la persona más indiferente del mundo, que no me importaría ni un comino, ni un pepino”. Pero no fue así.

La noche del viernes 25 de noviembre, mientras chateaba frivolidades con sus ex compañeros de la Universidad de La Habana diseminados por diversas ciudades del mundo, Leydi Torres sufrió un sobresalto: la televisión nacional cubana interrumpió la transmisión de las películas gringa e india que pasaba por sus frecuencias, para mostrar un mensaje escueto del presidente Raúl Castro:

“Querido pueblo de Cuba: con profundo dolor comparezco para informar a nuestro pueblo, a los amigos de nuestra América y del mundo, que hoy, 25 de noviembre del 2016, a las 10:29 horas de la noche, falleció el comandante en jefe de la Revolución cubana, Fidel Castro Ruz.”

Y como del sobresalto, ya se sabe, se pasa a la risa o al dolor, Leydi, la joven estudiante nacida en Cuba en 1989, radicada actualmente en México, comenzó a llorar, como si toda ella fuera un aguacero nocturno.

Corrían las lágrimas, pero no solo por el mítico insurgente que se lanzó a la acción política en los años 50 y enfrentó al poderoso Estados Unidos en plena Guerra Fría; no solo por el estadista que marcó el planeta Tierra en la segunda mitad del siglo XX, como lo marcaron Mandela, Gandhi, Mitterrand, Gorbachov, Arafat o Juan Pablo II; no solo por el amigo de García Márquez, Sartre y Beauvoir, Miller, Hemingway, Galeano o Chomsky, no.

Sobre todo, por sobre todo aquello, Leydi comenzó a llorar por sus abuelos, a quienes tanto, en los años recientes, les lanzaba, a manera de agrio reclamo, la misma pregunta: “¿Esta fue la Cuba por la que peleaste?”.

Para las generaciones cubanas más jóvenes, Fidel Castro no era ya ese ser mítico e invencible, líder de 11 millones de personas en una isla de 100 000 kilómetros cuadrados, sino una sombra.

“Para los de mi generación era un personaje gris que nos había legado una Cuba taciturna, renegada, con casi todas las familias divididas por el mar… Porque había convertido a Cuba en un paraíso que no fue, en una víscera enquistada, sumamente dolida y dividida”.

Su abuela siempre le decía que no debía pensar así, “que yo no supe cómo era Cuba antes de 1959 me dijo, que a ella le tocó la Cuba de una pobreza extrema y opulencia también extrema, con grandes casinos y cabarets y prostíbulos y empresarios adinerados, pero también con un montón de pobreza. Y me contaba mi abuela que ella y sus hermanos a veces no tenían qué comer”, dice. Pero ambas mujeres no coincidían. La historia de siempre.

Para los jóvenes millennials, más libres, nativos genuinos de un mundo sin fronteras (ni digitales, ni de las otras) Cuba era más una isla en el sentido de aislamiento, que un paraíso, porque el contacto con el mundo digital lo tenía quien pudieran tener una tarjeta de prepago a dos dólares (imposible de pagar fácilmente para la mayoría ) o una red wifi en las plazas principales (restringido por horarios y actividades).

Era un sentimiento compartido por muchos. En sus redes sociales se desperdiga la turbación y el asombro, la ira y el dolor:

“Todos lucharon por la Cuba que fue luego de 1959, cuando se erradicó el analfabetismo, se repartieron las tierras a los campesinos, se nacionalizaron las industrias, se dictaron las leyes que favorecieron mucho al pueblo”, dice una chica cubana, contacto de Leydi, en redes sociales, “pero esa Cuba ya no es esta”.

Leydi lo interpreta mucho mejor que yo: “Nosotros, los de mi generación, asumimos durante mucho tiempo un discurso irreverente,  con el que –si bien no se hizo irrespetuoso (no al menos en la mayoría)– sí tratamos de romper con el que nos indicaban nuestros padres y abuelos. Y les cuestionábamos mucho, mucho”.

Porque para los cubanos millennials, la libertad es una urgencia impostergable y el bienestar pleno una deuda irresuelta.

Por eso no puede ser más irónico que ellos, los jóvenes cubanos conectados esa noche por las redes; fueron la primera voz que diseminaría el mensaje, atónitos al darse cuenta de cómo la televisión cubana continuó con su programación habitual después del anuncio de Raúl,  “como si no estuviera pasando nada”, dice Leydi

Esa noche, los cubanos de Miami comenzaron a hacer balances de la noticia, a salir con sus cámaras a las calles para dar a conocer las reacciones, mientras los de México discutían si esperaban al día siguiente o se comunicaban con Cuba de inmediato.

Los de Europa y el resto de América Latina, a esas mismas horas, se pusieron a verificar lo que ocurría en La Habana por cualquier medio, pues ya grupos de estudiantes de la Universidad de Ciencias Informáticas de Cuba, aún no se sabe si por órdenes expresas de alguien, comenzaron a trolear las cuentas en redes sociales de sus compañeros cubanos fuera de la isla. Pero nadie quedó indiferente entre los millennials.

Es curioso, dice Leydi, “todos los que nos decíamos que seríamos indiferentes cuando Fidel muriera, estábamos conectados hasta tardísimo y casi todos se estaban preguntando lo mismo: ‘¿Cómo le digo a mis padres? ¿Cómo le digo a mis abuelos?’ ”

— ¿Y tú que hiciste?

— Desde que supe que Fidel murió no he parado de llorar. Solo a intervalos. Así mismo pasa cuando llueve mucho, que escampa a intervalos.

Y entonces, sin más, me narra :

—Te cuento una anécdota: dicen que yo de niña (tendría como dos años) en mi casa tenía un sofá de madera y una televisión (una Krim 218, rusa, a blanco y negro). Pues cuando había un discurso de Fidel y lo estaban transmitiendo, yo subía por el extremo del sofá y me iba caminando hasta la televisión y le daba besos a la pantalla, donde estaba su rostro. Me cuentan que yo, muy apasionada, trataba de agarrarle la cara y le daba besos mientras le decía: “¡Papá Fidel…, papá Fidel!”. En eso, en ese pedazo de mí es en el que pienso desde ese viernes por la noche. Y lloro.

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