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Una isla sin esperanza

Seis meses después, miles de habitantes de Puerto Rico todavía padecen los estragos que dejó el huracán María. Todos intentan comenzar de nuevo, y aunque muchos quieren regresar a su casa, otros más no ven un futuro en esa isla
18 de Marzo 2018
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POR CLAUDIA TORRENS, GISELA SALOMON y DÁNICA COTO / ASSOCIATED PRESS

En la recepción de un hotel al este de Massachusetts, Jesenia Flores teclea en una computadora con su hijo de un año en el regazo. Ya han pasado casi seis meses desde que el huracán María inundó su casa en Puerto Rico. Flores, de 19 años, llena en Internet una solicitud para ser cajera de un supermercado.

Su hijo pequeño grita y protesta, nervioso. Son las tres de la tarde, pero esta puertorriqueña va en pantalón de pijama. “Lo más frustrante es estar aquí encerrada, sin saber qué pasará con nosotros”, dice con seriedad durante una fría tarde de marzo.

Danaliz Pujol también está en un hotel cerca de Orlando, Florida. Ella y su marido intentan encontrar un apartamento que reemplace el que se inundó tras el huracán en Puerto Rico, y que ya ha sido alquilado a otras personas. “Me he movido todos los días buscando, pero no aparece nada”, dice la joven de 23 años, cuyo esposo padece un tipo de esclerosis múltiple y no puede trabajar.

Y luego está Carmen Acosta, quien ahora vive en un hotel al sudoeste de Puerto Rico en el que también se alojan 40 familias desplazadas por el huracán del 20 de septiembre. Acosta recibió 4 000 dólares de la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA) con la finalidad de reparar su casa en la isla, no obstante, el trabajo va lento porque supone sacar moho que rápidamente se ha esparcido en el calor tropical. “Ya quiero estar en casa”, dice.

Las tres mujeres forman parte de los casi 10 000 puertorriqueños esparcidos por 37 estados y la isla; llevan semanas viviendo en hoteles pagados por FEMA. Esa ayuda, que ha sido renovada varias veces, se espera que acabe el 20 de marzo. Sin embargo, muchos de estos boricuas no tienen ningún otro lugar a dónde ir.

“Me puedo quedar en la calle ya cuando estoy empezando a levantarme”, dijo Pujol durante una entrevista en el hotel donde vive en Kissimmee, cerca de los famosos parques de atracciones de la zona.

Docenas de puertorriqueños expresan el mismo miedo a medida que la ayuda federal se reduce y la fecha límite para estar en los hoteles se aproxima. Muchos de ellos conforman familias pobres, que en la isla sobrevivían con salarios bajos. Muchos no cuentan con ahorros o parientes que puedan ayudarles ni son dueños de sus casas en la isla.

Algunos, como Jesenia Flores, intentan encontrar trabajo pero sin mucha suerte porque no hablan inglés y no tienen dinero con qué comprarse un automóvil. Otros tienen problemas de salud y desconfían del sistema médico en la isla o tienen hijos con discapacidades que necesitan un cuidado continuo.

Sea cual sea la circunstancia, muchos no están listos para salir de los hoteles casi seis meses después del peor huracán que ha azotado a Puerto Rico en décadas.

“Estamos intentando empezar de nuevo pero es bien difícil”, dice Ivette Ramírez, quien tuvo que salir con su familia de su apartamento afectado por la inundación en Bayamón, al norte de Puerto Rico. El huracán destruyó el restaurante en el que ella y su esposo trabajaban. Ahora Ramírez está en un hotel en Dedham, Massachusetts, pagado por FEMA. “Necesitamos ayuda”, asegura. “Somos ciudadanos americanos. Espero que nos traten como tales”.

FEMA dice que ha entregado más de 113 millones de dólares en asistencia de alquiler a más de 129 000 puertorriqueños afectados por María. El gobernador boricua Ricardo Roselló ha dicho que ha solicitado formalmente al gobierno federal que permita que las familias en hoteles puedan quedarse allí hasta el 14 de mayo. FEMA confirmó a Associated Press que está evaluando la petición.

Iglesias, gobiernos locales y estatales y grupos sin ánimo de lucro también están ayudando a estas familias a medida que Estados Unidos absorbe a miles de puertorriqueños que sufrieron serias carencias y casi no podían vivir en la isla tras el paso del huracán.

María Reyes, por ejemplo, no podía obtener sus pastillas para la diabetes y la hipertensión, y vivió más de dos meses junto a su nieto de siete años en un hotel de Massachusetts pagado por FEMA. Cuando la agencia le dijo que su apartamento de vivienda pública en San Juan era ya habitable, la abuela de 55 años no estaba lista para regresar: no sabía en cuánto tiempo recuperaría su plan médico y podría reiniciar una vida normal.

Ahora grupos locales la ayudan y la llaman los lunes o martes con el objetivo de decirle que se puede quedar una semana más. “Yo no puedo vivir así, con un niño pequeño. Necesito más tiempo. Necesito que Dios me escuche”, asegura con lágrimas en los ojos rodeada de cajas llenas de ropa y comida donada.

Se oyen muchas historias así entre los desplazados y algunas son más trágicas.

Noe Casiano, por ejemplo, llegó a la Florida con su esposa y tres hijos, incluido uno con serias discapacidades que nació un día antes del azote del huracán. María inundó su apartamento cercano a San Juan, pero FEMA informó semanas después a la familia de que dejaría de pagar su habitación en un hotel porque el apartamento en la isla ya era habitable.

El problema de los Casiano era que su recién nacida recibía tratamiento de emergencia en St. Petersburg, Florida. Durante una semana todos durmieron en el hospital y ahora se encuentran en un refugio para indigentes. Aseguran que no pueden regresar a la isla porque no hay especialistas que puedan cuidar a su bebé tras la crisis económica que afecta a Puerto Rico desde hace diez años.

“Yo no tengo nada en Puerto Rico, es como ir a una caja de zapatos vacía”, dice el padre de 29 años, con voz entrecortada.

La vida en los hoteles es tediosa, aunque decenas de familias desplazadas se ayudan entre ellas compartiendo comida o jugando al dominó por las noches. Algunos dan un toque personal a sus habitaciones, como Acosta, que tiene un retrato de Jesús sobre una de sus cajas en un hotel en Boquerón, al sudoeste de Puerto Rico.

Iván Ferreira, un jubilado de 55 años que se hospeda en el mismo hotel, agradece tener un techo sobre su cabeza, pero asegura que podría haber reparado parte de su casa con el dinero que FEMA le da por la habitación. Muchos pasan los días visitando las oficinas locales de vivienda pública y acudiendo a citas médicas. En las habitaciones, la televisión a menudo está prendida. “Mi hijo es mi única distracción”, dice mirándolo mientras el pequeño se acerca a sus brazos.

El esposo de Flores ha obtenido empleo como cocinero, pero ella aún no trabaja. Tampoco se plantea regresar a la isla. “En Puerto Rico no tengo futuro”, dice. “En Puerto Rico no hay nada”.

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