Periodismo imprescindible Martes 16 de Abril 2024

Crónica de una mañana apretada

Usar el Metrobús en hora pico en la Ciudad de México es un desafío. Miles de personas ponen a prueba su destreza, habilidad y sobre todo paciencia día a día porque las alternativas todavía no son suficientes
06 de Noviembre 2017
Ilustración: Helena Ortega
Ilustración: Helena Ortega

POR SEBASTIÁN SERRANO

Don Serafín sale de su casa a las 6:00 am, aún es de noche y hace frío. Para evitar toparse con algún malandro, camina rápidamente las dos calles que lo separan del Metro Tepito. Sale en Buenavista. 4 estaciones después, pasa Insurgentes y se mete en la parada de Metrobús. Cuando llega, ya hay mucha gente y se une al montón compacto que espera. Por lo general deja pasar uno o dos buses, y en el tercero la inercia de la corriente de gente lo impulsa hacia adentro. A veces los que están en primera fila conforman una barrera que les impide pasar a los demás, quieren esperar el siguiente vehículo para asegurar un asiento, así que apoyan los brazos en la puerta y bloquean la entrada. Don Serafín ya fue víctima de esta obstrucción, un día el embudo de gente creó tanta presión a un lado y otro, que lo arrastraron hacia la entrada del autobús, “no pude pisar la plataforma y mi pie se fue por el hueco que separa el camión de la estación, me raspó toda la espinilla, entre varios me cargaron y me ayudaron a salir. Ya más adelante, en el camino, empecé a sentir la pierna caliente y la sangre que salía, luego me di cuenta de que me dolía. Tuve que ir al Seguro para que me curaran, se me había levantado un pedazo de piel, la herida tardó dos meses en sanar”, me comenta mientras recuerda el dolor y muestra la herida de guerra.

Son las 7:30 de un lunes, estoy en la estación Ayuntamiento, la quinta en la dirección de sur a norte. Ya han pasado tres metrobuses y no me he podido subir. Cada vez más gente se amontona detrás de mí y los que pueden se escabullen por los lados y se meten a la fuerza. Llega un nuevo vehículo, estoy dispuesto a meterme a toda costa, cuando doy un paso adelante observo que viene saliendo una persona entre empujones y se abalanza sobre mí; mientras tanto, a mis costados se meten los que estaban atrás y me impiden subir, el transporte se va y yo me quedo esperando una vez más. Tan pronto se abren las puertas del siguiente autobús, aplico las técnicas aprendidas en el futbol callejero: afilo mis codos con el propósito de asegurar que nadie logre pasar a mis costados y me abalanzo como un toro sacando el hombro, me aplastan los que vienen atrás y aplasto más a los que están contenidos en el interior, quedo flotando en una masa comprimida de personas, apenas tengo en donde pisar. El ambiente fluye cargado de olores: sudor de la noche anterior, ropa húmeda, y para terminar la estela pestilente que nos comparte alguien que desayunó frijoles se queda impregnada buena parte del recorrido, nadie se inmuta. Rostros resignados y cansados, bostezos; todos –godínez, licenciados, obreros, vendedoras, secretarias– vamos al trabajo… por lo visto nos espera un largo día.

En las 6 líneas de Metrobús que operan en la ciudad, circulan 568 autobuses. La línea 1 opera de 4:30 am a 23:50 pm, recorre aproximadamente 30 kilómetros en ambos sentidos, en los cuales transitan al día en promedio 480 000 personas en un recorrido de 46 estaciones (Buenavista es la 8 de norte a sur y Ayuntamiento la 41). La mayoría de los autobuses de la ruta son articulados, de 18 metros de largo; en teoría tienen capacidad para 160 personas, pero se llenan prácticamente en las primeras estaciones del recorrido (probablemente en la Ciudad de México se ha probado y superado esta capacidad). Yo he experimentado personalmente que los vehículos no soporten el exceso de personas y se queden varados en las estaciones, como animales exhaustos con sus puertas abiertas. De vez en cuando pasa un autobús doble articulado en el que caben 240 personas, es el alivio de todos los que esperamos atorados en las estaciones y vemos una y otras vez cómo las puertas se abren sin esperanza de lograr subir.

Para Don Serafín, con sus 72 años recién cumplidos, es fundamental conseguir un asiento, porque los 50 minutos de recorrido de pie son una prueba de resistencia extenuente. Esta vez no logró sentarse, así que se acomoda resignado en el pasillo. Plaza de la República, Reforma, Hamburgo; toma el recorrido con humor, el día a día en el Metrobús es una aventura. Un día, entre los empujones de la primera estación, le arrebataron la mochila que llevaba en las manos, se metió en la marea, mientras que veía cómo su mochila circulaba entre los brazos y piernas de la gente. No podía perder su comida y ya adentro del autobús empezó a preguntar, para ver en dónde había quedado, hasta que alguien que estaba sentado en el fondo le respondió, “¿Eh, señor, esta bolsa es suya?”, la sopa estaba regada y la comida revuelta, pero logró recuperar su mochila. Otro día compró unos panes en la estación y los llevaba en su bolsa de papel, sin embargo, cuando empezó la avalancha de gente, le arrancaron la bolsa y los panes volaron por los aires, los patearon y pisaron, quedaron hechos pedazos en todo el Metrobús. Incluso a veces ha tenido que ver discusiones, siempre por los que no dejan pasar; no han llegado a los golpes, pero sí a gritos y empujones, se ve mucha agresividad a esas horas de la mañana.

Finalmente, llegamos a Perisur y empiezan los movimientos. Sé que si no logro acomodarme voy a quedar entre el tumulto de gente que va a salir y la avalancha que quiere entrar. Así que entre el movimiento de personas lucho por encontrar un lugar, ya sea en el acordeón de la mitad del autobús o hacia la ventana. Una vez abierta la puerta, hay un choque de fuerzas de expulsión e impulsión, se escuchan empujones, algún “pendejo” o “chinga tu madre”, pero generan los espacios suficientes que me permiten moverme entre la maraña de brazos y piernas para quedar acomodado cerca de la ventana. Entre los últimos empujones y pitidos del cierre de puertas, logro agarrarme y acomodar los pies en el suelo. Más allá de los rostros de los que duermen de pie o de los que miran fijamente su teléfono como si fuera una diminuta puerta de salvación, yo observo a través del vidrio cómo empieza a salir el sol y sus rayos se posan sobre la reserva natural de Ciudad Universitaria.

En la Glorieta de los Insurgentes, una persona se levanta y deja el asiento libre para Don Serafín. Hoy es su día de suerte, se acomoda y cuando empieza a cerrar los ojos, siente en su hombro la cabeza de la persona que va a su lado, de forma disimulada intenta zafarse, sin embargo, la boca abierta responde con un ronquido estruendoso. Ni modo, Don Serafín también cierra los ojos y descansa feliz: por lo menos va sentado.

Acabamos de pasar la curva de Eje 10 y nos aproximamos a Doctor Gálvez, yo me giro aplastando a una persona y pisando a otra, pido disculpas, aunque sé que me insultaron entre dientes. Es la última oportunidad para encontrar un buen lugar, intento moverme rápido entre los cuerpos que empujan mientras buscan su salida. El que estaba en la ventana empieza a acomodarse con el objetivo de ir a la puerta, yo me apoyo en la maraña de brazos, me agacho y deslizo con el propósito de tomar su lugar, le gano a un listillo que buscaba arremeter desde el flanco derecho; finalmente, tengo una esquina de ventana para mí, el mundo exterior pasa ante mis ojos.

Cuando Don Serafín se despierta, se cierran las puertas de la estación en la que tenía que quedarse, empuja como puede a su compañero dormido y logra acomodarse a fin de situarse en el pasillo. La salida está bloqueada por cinco personas bastante compactas, la única oportunidad es pasar a un lado del barandal; se escabulle cómo un felino entre piernas, estómagos y mochilas. Al final hay una pareja y no encuentra otra opción que meterse entre ellos, casi se gana un beso, pero finalmente logra salir. Se queda una estación más allá, aunque no importa, prefiere caminar ese trayecto a la oficina. Don Serafín ha probado otras formas de transporte, en el Metro además de que va más lleno, tiene que hacer demasiados cambios de estación, subir y bajar de escaleras y pasillos sin señalización, ya se ha perdido un par de veces. Peseros y camiones, nunca sabes si vas a lograr subirte y en qué punto del tráfico vas a quedar atorado. Sin duda prefiere el día a día en el Metrobús que no deja de ser una aventura para contarle a los chavos de la oficina.

“Próxima estación, Olivo”, ahora yo tengo que moverme entre la gente con la finalidad de encontrar una salida. A mi lado otros tres también quieren pasar, nos apretujamos cerca de la puerta. Educadamente le pregunto al de adelante que si va a salir, me gruñe y mueve los hombros, no sé si tomar eso como un no o un sí, así que decido rebasar por la izquierda. Al final se abre la puerta de mi parada, un tapón enorme retiene la salida pero en esta estación bajamos varios, así que empujamos y entre pisotones y zancadillas salimos lanzados hacia la estación. Al fin libre, al fin aire fresco, camino triunfal como si hubiese ganado una batalla, la de una mañana más en el transporte público.

Recientes