Periodismo imprescindible Viernes 19 de Abril 2024

El cuerno vikingo detrás de la alerta sísmica

Existe en esta ciudad un sonido más temido que el de la alerta sísmica y se parece al que emitían los cuernos que usaron los vikingos hace siglos en sus batallas. Cuando suena, todos en esta oficina trabajan a mil por hora pues saben que vendrá un temblor. Esta es la crónica de cómo vivieron el 19S los mexicanos responsables de alertar a todo un país cuando la tierra se cimbra
16 de Septiembre 2018
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POR ROGER VELA

Un extraño silbido eriza la piel de Nelly y agita su corazón; suena como un antiguo cuerno usado por los vikingos hace más de 12 siglos. El eco de su sonido dura cuatro segundos, luego se apaga para dar paso a pitidos similares a los de un submarino nuclear. Al mismo tiempo, en las pantallas de su oficina, un punto verde parpadea sobre el mapa de la República Mexicana; a su alrededor varios puntos emiten pequeñas olas rojas en forma de caracol. Entre ellas nace una onda verde que sale de un núcleo y se expande sobre territorio mexicano, cubriendo amplias regiones a su paso.

Es la 1 de la tarde con 14 minutos y 50 segundos; es 19 de septiembre de 2017. Se acerca el sismo más devastador que ha sufrido la Ciudad de México en las últimas tres décadas y Nelly es una de las primeras mexicanas en saberlo, incluso antes que el presidente de la República o el jefe de Gobierno. Esta chica de 24 años observa con asombro en tiempo real cómo las ondas sísmicas se enfilan velozmente para embestir a la capital.

Trece segundos después, el movimiento telúrico entra a la ciudad desde el sur. La primera en recibirlo es la delegación Milpa Alta, e inmediatamente llega a Tlalpan. Enseguida alcanza a Xochimilco y Tláhuac. Luego cubre Iztapalapa, Coyoacán, Magdalena Contreras y Álvaro Obregón. A la 1 de la tarde con 15 minutos y 7 segundos choca con la Benito Juárez y la Cuauhtémoc.

Las escaleras por las que huye Nelly brincan. Su cuerpo tambaleante es testigo de lo que muestran los monitores. 20 segundos después de haber sido detectado, el temblor sobre la corteza terrestre cubre por completo la capital. El vibrante zumbido de alerta sísmica comienza a sonar en miles de altavoces colocados en los postes de calles y avenidas. Pero es apenas la primera sacudida que desborda el pánico entre millones de chilangos. Cinco segundos más tarde, marcada con color amarillo en las pantallas, golpea el suelo la onda más destructora, causante de la caída de cerca de 40 edificios y más de 360 pérdidas humanas.

“Padre nuestro que estás en cielo, santificado sea tu nombre”, reza una joven oficinista mientras decenas de personas buscan el lugar más seguro en la calle Anaxágoras de la colonia Narvarte donde trabaja Nelly. El concreto se mueve, las casas chocan entre sí levemente y dejan caer piedras entre sus hendiduras. El polvo se levanta. Algunos corren, otros se hincan. La mayoría trata de no perder el equilibrio. Gritos de histeria, vidrios rotos, voces que piden calma, crujidos en las paredes, gente clamando apoyo, padres nuestros. Todo sonorizado con las dos palabras que causan más terror entre los ciudadanos: “¡Alerta sísmica!, ¡Alerta sísmica!”, repite la voz más temida de México, sin que nadie le preste atención. De nada sirve una alerta que no alertó.

Sólo un privilegiado grupo de unas 50 personas, quizá menos, entre ellos Nelly Solano, fueron las afortunadas en saber segundos antes que un demoledor sismo chocaría con tierras chilangas. La razón: trabaja en el Centro de Instrumentación y Registro Sísmico (CIRES), la asociación civil responsable de operar el Sistema de Alerta Sísmica. Los demás  ciudadanos, millones de ellos, fueron alertados cuando el temblor golpeó el suelo y su cuerpo saltó de repente. La alerta sonó cuando la mayoría ya desalojaba sus centros de trabajo, escuelas, viviendas u hospitales.

Durante los primeros momentos de desconcierto, en los que el concreto de la ciudad se mueve como un juego mecánico que sube de un lado y baja del otro, la personas tratan inútilmente de contactar a sus familiares, se toman de la mano aunque no se conozcan o se abrazaban como si un par de brazos pudiera protegerlos contra toneladas de cemento y varilla. Sus labios luchan para dejar escapar una leve sonrisa que genere tranquilidad, pero la angustia de lo que se vive alrededor lo impide. Manos sudorosas, corazones agitados, piernas temblorosas, dientes apretados; miradas de un lado a otro buscan respuestas.

Saben que la Ciudad de México es una zona de alto riesgo sísmico: está construida sobre un lago. Saben que a diferencia de un huracán o una erupción volcánica, los terremotos no avisan. Saben lo que ocurrió en 1985. Y también saben que después de esa fecha la alerta tiene un objetivo claro: salvar vidas. Pero esta vez no sonó a tiempo. En los próximos minutos todos se harán la misma pregunta: ¿Por qué no sonó antes la alerta sísmica?

Sin tener idea de cómo opera, ni quiénes son los responsables de activarla, los capitalinos buscarán culpables en medio de la tragedia. “Es que falló la alarma”, “No la activaron a tiempo”, “No sirve cuando más se necesita”, “¡Cómo es posible que no funcione!”, repetirán una y otra vez. Sin saberlo, culparan al personal del CIRES por lo ocurrido.

No obstante, la duda popular tiene una respuesta muy sencilla: por la distancia. En palabras de Juan Manuel Espinosa Aranda, director del CIRES, la distancia entre el epicentro del movimiento telúrico y la capital es la clave para salvar el mayor número de vidas. Pone como ejemplo el temblor del 7 de septiembre de 2017, que devastó buena parte de las costas oaxaqueñas y chiapanecas. “Ese sismo tuvo una intensidad de 8.2 grados Richter –el mayor registrado en casi 100 años–, pero se originó en el Istmo de Tehuantepec a más de 300 kilómetros, lo que permitió que lo detectáramos con mayor anticipación y que la alerta sonara 124 segundos antes de que llegara a la Ciudad de México”.

En el temblor del 19 de septiembre, explica, la intensidad fue menor: 7.1 grados; sin embargo, el epicentro se registró apenas a 120 kilómetros al sur de la CDMX y su velocidad fue mayor. Un sismo registrado en la costa tarda unos 80 segundos en llegar a la capital. El CIRES cuenta con un tiempo aproximado de 20 segundos para que sus sensores lo detecten y avisen automáticamente al C5 del gobierno con el fin de que emita la alerta en los altavoces. Eso le da 60 segundos a la población para evacuar o resguardarse en una zona segura. “Pero en el sismo del 19 de septiembre pasaron apenas 13 segundos entre el registro de uno de nuestros sensores y la llegada del sismo”.

—¿Qué se necesita para que se pueda avisar con anticipación cuando el epicentro se encuentre cerca?

—Necesitamos colocar más sensores en zonas donde hemos registrado movimientos de este tipo. Pero a pesar de que aún no hay tecnología en el mundo que permita penetrar en la tierra hasta el lugar donde se originan los sismos y así poder dar aviso con mayor anticipación, desde el año pasado estamos mejorando nuestros algoritmos de detección con el fin de que la respuesta sea más pronta y emitir de manera oportuna la alerta para que las pérdidas humanas se reduzcan.

Tres minutos después de que el suelo dejo de moverse, Nelly y el personal del CIRES regresaron a las oficinas con el propósito de levantar el registro de lo ocurrido. Antes, una brigada había entrado para revisar que la estructura no tuviera dañada y fuera seguro el acceso. Al entrar, inmediatamente comenzaron a revisar que el equipo funcionara correctamente y a aplicar un protocolo por si había una réplica que pudiera dejar sin energía eléctrica al Centro.

Sabían que su labor era fundamental si otro sismo se presentara. No podían perder más tiempo. Cuatro días después, otro temblor. Esta vez los ciudadanos tuvieron varios segundos para alistarse antes de la llegada del movimiento telúrico. Aunque el sonido de la alerta dejó en muchos afectaciones psicológicas, en Nelly no, a ella no la asusta la alerta, le aterra más el sonido particular que ha descrito como el silbido de un cuerno vikingo. Es un ruido que alerta a los que nos alertan, los responsables indirectos de la integridad de millones de ciudadanos.

Algo está claro, el terremoto de 1985 previno al gobierno, a la sociedad civil y a las organizaciones no gubernamentales, sobre el riesgo de vivir encima de un lago cubierto de concreto. En aquellos años se empezó a desarrollar una cultura de protección civil que indicó a la población qué hacer en caso de un siniestro similar, por eso los millennials chilangos son hijos de los simulacros y crecieron bajo el estruendo de la alerta sísmica en sus colegios durante los años 90.

La primera gran prueba para el sistema de alerta se registró durante un sismo el 14 de septiembre de 1995 –en ese entonces sonaba únicamente por la radio y la televisión y en altavoces de escuelas y hospitales, pero no en la calle–, justo cinco días antes de cumplirse 10 años del temblor del 85. Sí, también en septiembre. Y es que a pesar de que no existe una temporada de terremotos, este pareciera ser el mes favorito para los que ocurren en la Ciudad de México.

De acuerdo con información hemerográfica, el primero que aconteció en la capital en ese mes fue en 1698, durante la época de la colonia. Luego, el del 19 de septiembre de 1985, aunque pocos saben, sobre todo los menores de 32 años, que al otro día, el 20 septiembre, se registró otro temblor que terminó por destruir las edificaciones que se habían salvado el día anterior. Posteriormente el de 1995. Dos décadas más tarde, el 29 de septiembre de 2015 se detectó uno que estrenó los altavoces en los que se emite la alerta. Y al día siguiente hubo uno más.

Después se registraron los del 7 y 19 de septiembre del año pasado; finalmente, otro esa misma semana el día 23. Un total de nueve temblores de intensidad fuerte registrados en la capital durante septiembre. Pero más allá de que se han detectado otros en meses distintos, los de septiembre han sido los más letales. Por eso no sorprende que, durante este mes, los capitalinos se muestren temerosos ante cualquier ruido que se parezca a la alerta sísmica –una canción a volumen alto o el chillido constante de los cláxones o incluso ante un movimiento que haga vibrar el suelo, como el paso de un camión pesado–. Aunque saben que un terremoto puede ocurrir en cualquier momento, desde el año pasado muchos piensan que septiembre está maldito. Como si los 30 días de este mes estuvieran destinados para la catástrofe; y el número 19, marcado como una página negra en el calendario, sirviera como un recordatorio de lo frágiles que somos.

Pero este mes nos enseñó dos cosas importantes. La primera es que las coincidencias existen, y que a pesar de que pensábamos que nuestra cuota de tragedias ya la habíamos cumplido en el 85 o que los desastres naturales estaban muy lejos de nosotros y ocurrían siempre en los mismos estados cada año, debemos estar listos para cualquier contingencia, porque de la misma forma en que la alerta no sirve de nada si no suena a tiempo, tampoco servirá si lo hace y no sabemos cómo actuar cuando la escuchemos.

Y la segunda es que nos dimos cuenta de que somos mejores personas de lo que creíamos; no sólo en la Ciudad de México, sino en todo el país. De eso nadie tiene duda. Y si bien este mes nos pone muy nerviosos, quizá en el fondo nos tranquiliza un poco saber que no estamos solos, que hay millones de desconocidos dispuestos a dejar la piel entre los escombros por ayudarnos.

De algo estamos seguros: la alerta volverá a sonar y el suelo temblará. No sabemos cuándo, pero los golpes de septiembre nos han dejado una experiencia única para tratar de sobrevivir antes de que nuestra ciudad se convierta en un panteón.

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