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La gula universal

Los alimentos básicos pueden ser poco accesibles para millones de personas por su costo, sin embargo, para otras es posible comprar prácticamente cualquier alimento, en cualquier parte del mundo y cuando se le antoje, al pagar el alto precio del estatus
31 de Julio 2017
Foto: Especial
Foto: Especial

POR DAVID SANTA CRUZ

Alguna vez le escuche decir a una artista callejera que, a pesar suyo, ella era la mayor exponente del consumismo, pues vivía desde hace años “con su mismo pantalón, con su mismo bolso, con su mismo par de zapatos…”. Una broma similar la oí del expresidente colombiano Ernesto Samper, quien reconocía que al dejar su cargo ingresó a la iniciativa privada: “Privada de oficina, privada de auto, privada de teléfono”. Ambos juegos de palabras reflejan la dinámica de lo que algunos teóricos han llamado “la revolución consumista”; ya no se trata de poseer, sino de adquirir, usar y desechar como analogía del ciclo biológico y como principio vital del ser humano: “Compro luego existo”.

El poder económico que en el pasado se demostraba con la acumulación y el desborde, en el siglo XXI se manifiesta en la posibilidad de satisfacer necesidades no vitales, de manera inmediata y repetida. En el capitalismo neoliberal, todos los estratos económicos pueden consumir y ser objeto de consumo (la mano de obra es una mercancía), pero siempre habrá uno que consuma más que otro, lo que le permite demostrar su poder adquisitivo y diferenciarse del resto aunque, paradójicamente, esa diferenciación sucede al ser iguales a otros, y es que las élites también se han globalizado y acercado en sus formas de consumo.

Así, Zygmunt Bauman asegura en su libro Vida de consumo que todos los mercados se rigen por las mismas reglas: “Primero, el destino final de todos los productos en venta es el de ser consumido por compradores. Segundo, los compradores desearán comprar bienes de consumo si y sólo si ese consumo promete la gratificación de sus deseos. Tercero, el precio que el cliente potencial en busca de gratificación está dispuesto a pagar por los productos en oferta dependerá de la credibilidad de esa promesa y de la intensidad de esos deseos”.

Porque #Yolo

Hace un par de años, en esa realidad alterna llamada redes sociales se crearon dos etiquetas (hashtags) que se popularizaron rápidamente, y no sólo siguen vigentes sino que se incorporaron al lenguaje cotidiano pues describen un comportamiento que no fue creado por las redes, pero sí diseminado y amplificado por ellas.

La primera es #yolo, siglas de you only live once (‘sólo vives una vez’), y que se utiliza con el propósito de justificar actos impulsivos, sin sentido, decisiones intrascendentes o riesgosas, verbigracia: me compro esos zapatos carísimos porque #yolo, me aviento en paracaídas porque #yolo.

La segunda es #Foodporn, y atiende al desborde alimentario –literalmente comida pornográfica–, entendiendo que hoy día el concepto porno no sólo se usa para el sexo, sino para toda exhibición desbordante que incite el morbo e invite a ser mirado, por ejemplo, la nota roja se considera pornografía. Así el #Foodporn consiste en publicar imágenes de alimentos grotescos, engordantes, obscenamente caros o simplemente suculentos a primera vista, cosas que uno debería comerse no porque se necesiten como alimento, sino porque #yolo.

Así, mientras los alimentos básicos pueden ser poco accesibles para ciertos grupos sociales, no por su existencia sino por su precio, para quien tiene recursos económicos suficientes es posible comprar prácticamente cualquier alimento, en cualquier parte del mundo, independientemente de la temporada del año. Por ejemplo, se puede comprar aguacates en invierno en Nueva Zelanda aunque se tenga que pagar por ellos hasta 22 dólares el kilo, algo así como 390 pesos; mientras que en México se puso de moda el salmón fresco a pesar de que puede costar el doble que cualquiera de las cerca de 180 variedades de pescados y mariscos locales.

Sin embargo, como ya comentábamos antes, mientras estos elementos nos diferencian en nuestro propio país o ciudad, nos igualan a otros con nuestro mismo poder adquisitivo en todo el mundo, pues a pesar de las posibilidades locales la industria alimentaria ha homogeneizado globalmente los gustos. Así, los chinos, famosos por el té y reacios al consumo del café, desde hace unos años veneran a Starbucks, no tanto por sabor sino por estatus.

Cómetelo todo

El 17 de enero de 1961, en su discurso de despedida, el presidente de los Estados Unidos Dwight D. Eisenhower advirtió: “Debemos cuidarnos de la adquisición de influencia injustificada, tanto solicitada como no solicitada, del complejo militar industrial”. Con esa frase, Ike –como lo llamaban cariñosamente los estadounidenses– develó la cortina que ocultaba a un personaje poderoso que actúa tras bambalinas.

Antes de terminar el siglo XX no sólo no se había frenado el poder del complejo militar industrial, sino que con el neoliberalismo y la globalización proliferaron complejos industriales de diversa índole que superan en la toma de decisiones a los Estados-nación, pues son transversales a estos y les aportan recursos de manera directa e indirecta. Uno de ellos es la industria alimentaria.

En su libro Dulzura y poder. El lugar de la azúcar en la historia moderna, Sidney Mintz destaca que en los últimos 300 años los cambios radicales en la alimentación mundial se deben en gran medida a las presiones revolucionarias del procesamiento y el consumo. Y enfatiza que “las transformaciones de la dieta implican alteraciones profundas de la autoimagen de la gente, de sus ideas sobre los valores contrastantes de la tradición y el cambio, de la trama de su vida social cotidiana”.

A este proceso nos ayudan las migraciones masivas y los medios de comunicación. Ya no sólo se trata de las diásporas que contrabandean alimentos, sino también de la proliferación mediática que muestra imágenes de recetas y alimentos, que si encuentran acogida en un país, el mercado se encargará de proveerlos para su incorporación, y una vez iniciada la maquinaria luchará con el propósito de que su consumo no sólo no decaiga, sino que aumente en el nuevo espacio conquistado.

Arjun Appadurai señala en La modernidad desbordada, que “el consumo en el mundo contemporáneo, es decir, como parte del proceso civilizatorio capitalista, es por lo general una forma de trabajo y obligación”. Con la finalidad de que haya empleo, debemos consumir lo que se oferta, y el pago de esos productos le permite a otros consumir lo que producimos hasta formar un círculo virtuoso de consumo.

El problema es que para satisfacer esa cadena se requiere una serie de insumos y se producen grandes cantidad de desechos, las más de las veces contaminantes o que degradan el ambiente. A fin de combatirlo y revertirlo, no basta con hacer más eficientes los procesos, habría que cambiar radicalmente el modo de vida de la sociedad y renunciar o al menos reducir la carrera desenfrenada por el consumo.

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