Periodismo imprescindible Jueves 25 de Abril 2024

La maldita obsolescencia programada

Hoy en día la humanidad tiene que pensar en cómo alargar la vida útil de las cosas, y la mejor forma de comenzar es haciendo pequeños cambios en uno mismo. ¿Por dónde vas a empezar?
10 de Noviembre 2018
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Estás usando tu impresora y en la pantalla de tu laptop aparece un mensaje que te indica que es momento de cambiar el cartucho. Sabes que todavía rendirá algunas páginas más, pero es difícil evitar ese miedo que produce pensar en que te podrías quedar a la mitad de la impresión de tu trabajo final por quedarte sin tinta, así que vas al centro comercial a comprar uno nuevo que, en realidad, no sabes cuánto tiempo te va a durar y que tampoco sabes exactamente cuándo lo debes instalar.

O, quizá, los tenis que usas para hacer ejercicio todavía son cómodos y lucen bien, aunque la suela ya está tan plana que van un par de veces que te resbalas cuando el suelo está mojado por la lluvia. Por eso decidiste ir a la zapatería por otros a pesar de que te siguen gustando los actuales.

Todo esto mientras el celular que te compraste hace dos años ya no toma las selfies con la calidad de un teléfono nuevo y tiene aplicaciones que no funcionan con la última versión del sistema operativo de tu dispositivo, por lo que estás considerando cambiarlo a pesar de que las app que más usas son tu correo y tu WhatsApp, las cuales trabajan sin problema alguno.

Los ejemplos anteriores son consecuencia de algo llamado “obsolescencia programada”, es decir, la vida útil que las empresas deciden que tengan sus productos con el fin de que en cierto tiempo necesites comprar uno nuevo.

Esto empieza desde la misma fase del diseño, cuando las compañías deciden qué materiales usar en la fabricación de un producto o en cuánto tiempo se lanzará la actualización del software que permite que funcione o, simplemente, cuándo dejará de servir al cien por ciento.

El objetivo de esto es simple: vender más.

HOY DURAN MENOS LAS COSAS

Así, mientras hace unos años la publicidad prometía cosas como “Diez años de garantía” o ponía adjetivos a sus productos como “El rendidor”, hoy basta con lanzar pequeñas variaciones de un mismo producto para que las masas corran a adquirirlo y, además, sean los primeros en hacerlo.

Por ejemplo, en un inicio, el iPhone era un producto muy diferente a lo que todos habían visto antes, pues incluía un diseño único y funciones que nadie más había ofrecido hasta entonces. Hoy todos los teléfonos hacen lo mismo y lucen prácticamente iguales, pero la mayoría de las personas siguen aspirando a ese modelo de Apple o a un par de otras marcas con características similares, a pesar de que no saben exactamente para qué.

¿Cuánta gente sabe cuántas fotos o canciones le caben a un teléfono?, ¿cuántas de esas fotos ven y cuántas de esas canciones escuchan? Y no se diga si solamente se quiere el último iPhone con el fin de mandar cadenitas en el chat de los primos, tomar el video del bailable de primavera que nunca más nadie vuelve a ver o para stalkear el Facebook del ex. Nada de eso importa, porque todos sienten la necesidad de tener la última versión de algo.

Históricamente, en lo que a la tecnología se refiere, esto ha provocado retrasos importantes en avances que pueden ir desde la masificación de las baterías recargables para el control de la consola de videojuegos hasta el abaratamiento de los autos eléctricos, que requieren menos refacciones y servicios de mantenimiento.

Y es en la tecnología donde inició el concepto de “obsolescencia programada”, a inicios del siglo XX.

EL FOCO DE MIL HORAS

En 1924, William Meinhardt dirigía la empresa alemana Osram, que hasta hoy es una de las compañías más importantes en el ramo de la iluminación a nivel global. En ese entonces, la industria se peleaba por fabricar la bombilla de luz más inacabable del mercado, pero él tuvo una idea de mercadotecnia todavía mejor: había que crear focos que duraran menos tiempo.

En los días previos a la Navidad de ese año, Meinhardt reunió en Suiza a los fabricantes de focos más importantes del mundo, como Philips y General Electric, con el propósito de firmar un pacto que fue llamado “Cártel Phoebus” y que consistía –en términos generales– en que todos estarían de acuerdo en producir bombillas que sirvieran, como máximo, durante 1 000 horas.

De esa forma se evitaba que compitieran entre sí para crear focos que duraran más tiempo (lo cual era tecnológicamente posible desde entonces) y provocaban que la gente comprara sus productos de manera más constante, aunque la calidad no fuera la más alta.

Con el objetivo de convencer a la gente, estos fabricantes indicaron que los focos de 1 000 horas producían mejor iluminación (lo cual era relativamente cierto), por lo que el mercado los recibió gustoso durante muchos años.

Si bien hay varias pruebas al respecto, la existencia de este pacto es algo incierta, no obstante, lo que sí es verdad es que la industria generó esos estándares, los cuales permanecen hasta el siglo XXI.

Ese fue el nacimiento de la obsolescencia programada.

IMPACTO ECOLÓGICO

No es casualidad que hoy la lavadora de la casa de tus abuelos tenga cuatro décadas funcionando y que la de tu departamento se descomponga tres años después de que la compraste.

Lo mismo sucede con el suéter que se destiñe a la quinta lavada, la computadora que ya no es tan rápida como cuando estabas en la universidad o el coche para el cual ya no hay refacciones en México y, si se consiguen, son importadas y muy caras.

Además de las obvias consecuencias económicas que esto tiene en tu bolsillo, también representa un fuerte impacto en el planeta, ya que genera una mayor cantidad de desechos.

Tan sólo en lo que a aparatos eléctricos y electrónicos se refiere, se estima que en 2018 se producirán 50 millones de toneladas de residuos, lo cual es todavía más alarmante si se considera que, por ejemplo, un celular cuenta con unos 60 componentes de materiales como aluminio, cobre, cobalto y hasta oro, que son extraídos de la naturaleza y luego son desechados sin control alguno.

Y es que se estima que solamente el 20 % de esos residuos se recicla anualmente en el mundo, lo que equivale a que unas 40 millones de toneladas contaminen, se quemen o circulen de manera irregular, además de que se desaprovechan materias primas, sin contar los daños sociales y de salud que eso provoca.

Así que debes tomar en cuenta que cambiar tu celular cada año (o dos, como es la tendencia de las compañías telefónicas) es muy fashion, pero también es un riesgo para el mundo.

AVANCE LEGISLATIVO

Técnicamente, la obsolescencia programada sería ilegal porque es una práctica comercial abusiva, pero ha sido ignorada por las autoridades correspondientes durante años. Sin embargo, en Italia ya se sentó un precedente.

Hace unas semanas, la Autorità Garante della Concorrenza e del Mercato (AGCM) –la agencia italiana encargada de regular la competencia en ese país– condenó a Apple y Samsung por prácticas comerciales injustas relacionadas precisamente con la obsolescencia programada.

Y aunque las multas de 10 y 5 millones de euros que respectivamente se les asignaron a esas compañías son más bien simbólicas, representan un paso para evidenciar en el mundo las implicaciones que, más allá de lo comercial, pueden tener estas prácticas.

De hecho, el Parlamento Europeo está en busca de implantar medias como asegurar que quien adquiera un producto electrónico pueda tener lugares dónde arreglarlos o impulsar la creación de etiquetas en las que se indique si un producto es fácilmente reparable o qué tiempo de vida tiene (similar a las tablas de “contenido nutrimental” que hoy llevan todos los alimentos).

De esa manera, las personas podrían elegir los productos que duren más tiempo y así contaminarían menos y, de paso, se generarían empleos dentro de una nueva industria de la reparación de dispositivos.

Esto mismo puede funcionar con la ropa, los útiles escolares, los televisores, los muebles, los autos o hasta con los alimentos y medicinas.

¡ACTÚA YA!

Como pasa siempre, las leyes tardan en estar listas para ser aplicadas; sin embargo, desde hoy tú puedes emprender algunas acciones con el fin de terminar con la obsolescencia programada.

Por ejemplo, reparar la ropa puede ser una nueva práctica. Un parche o un zurcido hoy puede ser mal visto en algunos círculos, pero puede representar también una nueva bandera para crear conciencia de la necesidad que existe de alargar la vida de las cosas.

Asimismo, cuando adquieras un electrodoméstico, consulta el tiempo de garantía y prefiere aquellos que tengan una cobertura mayor; también revisa si cuentan con una red de establecimientos oficiales en dónde repararlos en caso de que así lo requieras.

Alargar la vida de las cosas también tiene que ver con el cuidado que pongas en ellas. Por ejemplo, si a una bicicleta le das mantenimiento, evitas darle banquetazos y le compras algunos aditamentos, podrías alargar su tiempo de uso.

Si quieres cambiar tu celular, pregúntate antes si de verdad necesitas uno nuevo y si las aplicaciones funcionan correctamente. Presumir el celular poniéndolo sobre la mesa es una práctica anticuada del siglo pasado, así que tampoco en eso hay razón para traer siempre la última versión de cualquier dispositivo.

Usa baterías recargables, prefiere los focos de larga duración y adquiere hábitos como tener una sola televisión en toda la casa o no comprar electrodomésticos que jamás utilizas (de esos que anuncian mucho en los infomerciales), como un rallador automático o un abrelatas eléctrico.

Evita también visitar tiendas en las que desde la publicidad te prometen que saldrás con artículos que no necesitas, porque seguramente terminarán en la basura en poco tiempo.

Así que hoy la humanidad tiene que pensar en cómo alargar la vida útil de las cosas, y la mejor forma de empezar es haciendo pequeños cambios en uno mismo. ¿Por dónde vas a empezar?

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