Periodismo imprescindible Jueves 25 de Abril 2024

La posibilidad creativa del juego

Todos alguna vez imaginamos ser 
astros del futbol pateando una lata 
de refresco o un bote de jugo. Gracias 
a estos instrumentos “imperfectos”, 
ahora sabemos que los mejores juguetes son los que dejan algo en falta para que podamos ser creativos y así seguir inmersos en esa realidad psíquica 
que marca la infancia: el juego
30 de Diciembre 2017
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POR VÍCTOR OLIVARES

Todos alguna vez pateamos un envase de plástico relleno de bolsas y papeles que sacamos del bote de basura de la escuela para jugar futbol en el recreo. Al patear esa “pelota” de trayectorias caprichosas, erramos goles cantados y deseamos tener un balón perfectamente esférico que nos habría llevado en hombros de vuelta al salón de clase. Sin embargo, gracias a este tipo de instrumentos de juego “imperfectos” ahora sabemos que los mejores juguetes son los que dejan algo en falta, una carencia con la que el niño o niña pueda hacer algo creativo con la finalidad de seguir inmerso en esa realidad psíquica que marca principalmente este periodo de la vida: el juego.

“Los juguetes son el apoyo objetal en la infancia que sostiene la realidad psíquica que se produce en el juego, y sabemos que si el niño no los tiene, buscará la manera de inventárselos”, asegura Ana Vigano, directora de la Nueva Escuela Lacaniana de México (NEL México). La búsqueda de espacios “para jugar” es un síntoma inequívoco de salud mental, aún en la precariedad que azota la realidad de millones de niños en México, donde una caja de cartón puede ser ese objeto que lleve a ficciones insospechadas.

Si partimos de la premisa de que un niño no lo es hasta que juega, lo mismo ocurre con el juguete: no se considera como tal hasta que un niño juega con él, fórmula que encierra una posibilidad casi mágica ya que valida que cualquier objeto pueda serlo –una caja de cartón, una rama, una escoba–. “El juguete en una repisa o un baúl sólo lo es en potencia, son los niños y niñas quienes crean los juguetes –y los juegos–, y es la mirada del adulto la que valida o anula esta posibilidad de jugar”, señala Vigano.

El concepto de “ser niño” ha cambiado a través del tiempo hasta derivar en el siglo veintiuno en algo que lo coloca en la cima de la toma de decisiones al servicio del consumo en el que los padres son meros súbditos con (casi) nula capacidad de réplica, y en un mercado que ofrece productos para la diversión infantil categorizada en edades, objetivos y fórmulas replicadas en un mundo en el que millones de niños “juegan” con los mismos productos.

En los diversos artefactos tecnológicos dirigidos a niños y adolescentes, principalmente (Xbox, PlayStation, etc), es donde vemos el músculo del aparato de consumo y la mercadotecnia ponerse en marcha y, a su vez, nos lleva a cuestionar el acto de jugar como apropiación subjetiva, ya que la lógica del consumo pareciera cuestionar la estructura misma del “jugar”, y no sólo cuestionarla, sino provocar mutaciones en ella, como señala la maestra en psicología clínica Elvia Landaverde en su libro Hablemos del jugar: el niño en el psicoanálisis.

En su texto, Landaverde cuestiona cómo las marcas que la globalización deja en los más pequeños tienden a consolidarse en una secuencia uniforme y preestablecida, estandarizando así el desarrollo y el modo de pensar, lo que lleva a cuestionarse: “¿Cómo hace el niño para que el jugar se convierta en un acto subjetivante y no alienante, en un momento en el que lo que se busca es que el sujeto pierda su posición de sujeto, que sea ahistórico, acrítico y que opere bajo las leyes del libre mercado?”.

La respuesta se vuelve compleja si consideramos que los juegos que inundan la posmodernidad son preponderantemente virtuales, y que los juguetes están fabricados principalmente para no ser manipulados, para que el cuerpo intervenga poco en su operación o sea el mismo cuerpo el manipulado, lo que trastoca la noción psicoanalítica sobre el juguete que refiere que estos “son para manipularlos, darles uso y construir representaciones inéditas de la realidad o simplemente construir una realidad”.

Por otra parte, está la irrupción de objetos de gratificación efímera como la “cajita feliz” en cuyo interior yace un artefacto que funge como un obsequio obligado –parte del tratamiento de la infancia actual en tiempos del niño generalizado– donde las campañas publicitarias están dirigidas a los menores con el propósito de que sean ellos los que decidan en lugar del adulto –pese a no tener capacidad económica–, invirtiendo los papeles en la toma de decisiones.

“La idea contemporánea de compensación y gratificación hacia el niño –en donde ya no importa si fue el mejor de su clase, si llegó primero en la carrera, si ganó el concurso de oratoria– [nos refiere a que] hoy en día todos merecen reconocimiento y gratificación inmediata. Eso es una falacia total que anula la capacidad creativa del sujeto en su etapa más estimulante, más aún, si consideramos que es precisamente la frustración la que nos permite activar la creatividad”, advierte la especialista.

Esta necesidad de gratificación inmediata y la urgencia de tener todo conlleva efectos negativos para la salud mental y la creatividad de los pequeños que ante estas conductas, alimentadas desde la mercadotecnia y el consumo, entran en estados de aburrimiento y apatía. “Cuando todos los agujeros están tapados se corta la posibilidad creativa, siempre estructurada a través de la falta. El juguete perfecto no sirve para jugar, si tenemos todos los juguetes, no tenemos posibilidad de crear algo diferente”, señala la especialista.

Esto nos lleva a mirar de cerca la tendencia consumista de acumulación de juguetes que se agolpan en el cuarto de los niños y que, en mayor o menor tiempo, terminan como basura, producto de una acumulación que no es la que sirve al niño –al menos no en sus primeros años de vida–, ya que si bien el acto de coleccionar es válido, este es más característico de otras etapas como la latencia y la adolescencia.

En ese sentido, Vigano considera que “el coleccionismo en los niños pequeños no tiene sentido, ya que el valor que un infante da a su juguete no es el de consumo ni el de su obsolescencia programada, sino el de uso”, que corresponde al valor que su juguete puede otorgarle durante el tiempo que lo juega, es decir, para el niño, el juguete es un artefacto meramente desechable, algo que a los padres les cuesta aceptar por el valor afectivo que se les puede dar a dichos objetos, sin embargo, el niño tiene claro que cuando la pelota de papel dejó de servir para jugar, se va a la basura.

El sentido lo da el juego

En su ensayo “El creador literario y el fantaseo” de 1907, Sigmund Freud ya había otorgado al juego infantil un carácter de ocupación similar al de la creación poética y al fantasear del adulto, en el que advierte que las tres modalidades son capaces de construir realidades psíquicas que incluso –en el caso específico de la poesía– después llegan a establecerse en la cultura.

Al ser el primer escalón del desarrollo de la creatividad, el juego es “la ocupación favorita y más intensa del niño, incluso, podríamos afirmar que todo niño que juega se conduce como un poeta, creándose un mundo propio, o, más exactamente, situando las cosas de su mundo en un orden nuevo, grato para él. Sería injusto en este caso pensar que no toma en serio ese mundo: por el contrario, toma muy en serio su juego y dedica en él grandes afectos.”, señala el padre del psicoanálisis en su ensayo y enfatiza que “el poeta hace lo mismo que el niño que juega: crea un mundo fantástico y lo toma muy en serio; se siente íntimamente ligado a él, aunque sin dejar de diferenciarlo de la realidad”.

Y es que el juego crea realidades psíquicas, es decir, logra que la vida sea vista desde nuestra propia pantalla –eso que habita en nuestra cabeza (fantasía) y que nos permite la transformación del displacer en placer–, lo cual sólo se produce cuando el juguete es en verdad un juguete, sin importar sus características o costo. Como ya se dijo, puede ser casi cualquier cosa, desde algo que a la mirada de los adultos es un desecho, como la caja de cartón del nuevo televisor en la sala que puede convertirse de inmediato en un bunker de guerra o una habitación inexplorada y fantástica, hasta el juguete más sofisticado, que no siempre logra cumplir su función y que, en algunos casos, podría simplemente estar condenado al fracaso, es decir, a la mera acumulación que el ritmo de vida capitalista exige hoy en día, tanto al niño como al adulto.

Y así como no existe un juguete perfecto, tampoco hay un juego que pueda considerarse como tal, lo cual deja resquicios positivos donde la inventiva participa de manera activa para transformarlo en “otra cosa”, trascendiendo la gratificación instantánea de algunos productos comercializados como juguetes, pero que en realidad no son más que objetos con los que es imposible jugar.

Mención aparte merecen las tablets, que si bien no son comercializadas bajo la premisa de ser un juguete, se han vuelto en las niñeras digitales de millones de bebés y niños en el mundo. Sin afán de demonizarlas, el problema con la intrusión de estas “pantallas anticipadas” es que dejan al niño en la fascinación y con poquísima posibilidad de interactuar, volviendo al niño completamente mudo.

“Una iPad no es un juguete, y además modifica la idea de relación con un juguete. Es una pantalla que propone pero con la que no se interactúa, con el juguete esto es clave, sin interacción no hay juguete”,

Así, la tableta tiene la función fascinar mediante la pantalla (que mira al niño), creando en su lugar y dejando al sujeto como mero espectador con la mudez como expresión. Y si bien el aparato genera una satisfacción, esta no ha sido trabajada por el niño, dejando de lado eso que Freud propone con el juego: que el niño transforme en su accionar el displacer en placer. Así la tablet funge más como una anestesia que un tratamiento.

Exposición a la tecnología

Ante la inevitabilidad de la tecnología desde edades tempranas del sujeto, se plantea la exposición moderada, es decir, pequeñas dosis frente a la pantalla para evitar ese efecto analgésico y adictivo, y así imposibilitar el cortocircuito desde la cuna del esfuerzo necesario a fin de romper el displacer y evitar eliminar las posibilidades de creación, ya que el juego es lo mejor que le puede pasar a un niño para ser creador en su vida, es su escena natural.

El juego no puede ir sin esa posibilidad de crear del sujeto partiendo de su subjetividad y su peculiar manera de mirar al mundo, considera la psicóloga Elvia Landaverde en su libro Hablemos del jugar: el niño en el psicoanálisis.

Uno recuerda un cartón de Mafalda en el que el entrañable personaje de Quino dice al bajarse de un columpio: “Una vez que uno pone los pies en la tierra se acaba la diversión”. Es cierto, la realidad corta el juego, pero en la realidad psíquica todo el tiempo se está jugando. Busquemos esos resquicios olvidados y reincorporemos al juguete como parte clave de los primeros modos de la relación del ser humano con los objetos, erigiéndolo no solamente como un instrumento para los juegos, sino como un mediador de las relaciones entre el niño y su mundo.

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