Periodismo imprescindible Jueves 28 de Marzo 2024

¡Me catfishearon!: La delgada línea entre la verdad
 y la fantasía en Internet

Las redes nos dan un escudo. Podemos ser anónimos, inventarnos vidas y hasta trabajos; tomarnos fotos desde nuestros mejores ángulos y esconder nuestra barriga y hasta enamorarnos de alguien que jamás hemos visto en persona. Vivimos en la economía del like: mientras más tengas, más eres pero, ¿y si no eres quien dices ser?
19 de Agosto 2018
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POR JULIÁN VERÓN

Recuerdo haber estado sentado en mi laptop viendo MTV. De repente, salió en la tele un programa llamado Catfish en el que veíamos a Nev Shulman, su host, en una especie de reality basado en las verdades y mentiras del dating en tiempos de las app y redes sociales.

Las redes nos dan un cierto escudo. Podemos ser anónimos, podemos inventarnos vidas, trabajos; tomarnos fotos desde nuestros mejores ángulos y esconder nuestra barriga. Lo mejor es que podemos enamorarnos de alguien sin siquiera haberlo visto en persona; saber a qué huele, cómo tiene su cabello, si se sienta de piernas cruzadas o las abre de par en par. Las relaciones por aplicaciones o redes sociales cambiaron la manera de ligar desde hace mucho tiempo. ¿Acaso alguien recuerda lo que significa llamar por teléfono a otra persona? Yo no.

¿Qué es el catfish? Este término es utilizado para quienes hacen fototrampa, o peor aún, las que usan imágenes o vidas de alguien más con el fin de enamorar a un pobre ser humano. Y aquí está el dilema: ¿si ya te enamoraste de la personalidad online de una persona (sus memes, chistes, manera de platicar) importa que no sea realmente quién está en sus fotos? ¿Acaso no nos dijeron siempre que el amor era algo mucho más allá del físico? Y aquí es donde esa teoría puede perder vigencia o validez.

Recuerdo que en la época que tuve mi primera novia, usaba demasiado el MSN Messenger. Era mi gran adicción. En una de tantas noches pasadas de hora, me agregó una tal “Daniela”. Yo la acepté. Siempre acepto a cualquier persona que me agregue a mí en las redes sociales. Es una mala costumbre. Luego de que me agregó me escribió un mensajito saludándome. “Hola”, seguido de algunos emojis que realmente no recuerdo.

Respondí el saludo, y empezamos a hablar de cualquier tema. Ya saben cómo funciona. Nos enviábamos canciones, fotos o cualquier cosa. Pasábamos horas platicando. Daniela me comentó que estudiaba la misma carrera que yo, en la misma universidad, sólo que tenía un horario distinto al mío. Y bueno, para esa época era bastante difícil averiguar la identidad de alguien. Era la única red social que había, no como al día de hoy: con teclear el nombre de alguien en el buscador de Instagram, Twitter o Facebook ya podemos conocer cómo se viste y su físico; incluso si invertimos tiempo podemos saber si la persona en cuestión tiene pareja o no. Y si le ponemos dedicación y amor al stalkeo podemos conocer a su mamá, papá, expareja y hasta al perrito.

Compartimos todos nuestros momentos en las redes sociales; hasta llegamos al  extremo de decir que “si no lo compartiste en Instagram, no pasó”, por ejemplo. Es que imaginen tener algún momento chingón en sus vidas. No sé: se casaron, compraron un auto, se fueron a París. ¿No se sienten absurdamente vacíos si no lo comparten?

Las redes sociales son aspiracionales. Todos queremos compartir nuestros mejores y más hermosos momentos en ellas con el propósito de llenarnos de endorfinas al ritmo de cada like. Vivimos en la economía del “me gusta”: mientras más tengas, más eres. Mientras menos tengas, por favor hazte a un lado. Entonces para generar likes tenemos que compartir estos momentos. No tenemos de otra. No somos influencers ni tenemos el cabello de Diego Boneta. Hay que publicar cosas chidas.

Volvamos a Daniela y al año 2007. Porque acabo de recordar que fue en el 2007. Inicios de Myspace. Daniela empezó a enviarme sus primeros intentos de selfies. Era guapa y y me extrañaba no haber visto nunca jamás a una chica tan guapa en mi misma universidad. Era graciosa, tenía un sentido del humor muy parecido al mío. Pasaban los días y yo poco a poco platicaba más con Daniela y menos con mi novia de ese entonces. Nuestras conversaciones seguían hasta altas horas de la madrugada y de a ratos hablábamos de la universidad y las clases que veíamos.

En un momento, Daniela me hizo un comentario sobre un profesor que “teníamos en común”. Le dije que sí, que opinaba lo mismo de él y seguimos conversando. Ya la relación virtual llevaba como un par de meses y le dije que nos viéramos. Tengo que acotar esto: misteriosamente, cada vez que la conversación giraba para hacer planes o cosas juntos, Daniela se desconectaba misteriosamente. Yo pensaba que era mi mala suerte y eso solamente elevaba mi deseo muchísimo más. Ya saben: mientras más difícil de alcanzar, más deliciosa y apetecible se ve la meta.

Daniela pasó un par de semanas sin conectarse a MSN Messenger.

Mi ansiedad se desbordaba y pasaba horas conectado frente a la computadora esperando esa ventanita gris del MSN que me informara que Daniela estaba en línea. Hasta le puse una canción con el objetivo de conocer el momento preciso en que se conectara. Recuerdo que la canción era “The Reason” de Hoobastank. Yo y mis terribles gustos musicales culposos. Perdón.

Si llegaron hasta aquí se preguntaran: “¿Por qué no le pediste su teléfono”? Pues lo hice. Pero tarde, ya que los teléfonos en ese momento sólo enviaban mensajes de texto y la conversación no se sentía tan fluida. Necesito tener conversaciones fluidas para ligar. Y por eso doy gracias a Steve Jobs por el iPhone. Dios te bendiga.

Empecé a mostrarle fotos de Daniela a mis amigos. No la reconocían. Por suerte, ella volvió a conectarse al MSN y me dijo que “estaba de viaje”. Quedamos de vernos en la casa de Miguel, un supuesto amigo de ella. Me dio su teléfono y acordamos reunirnos a las 10 de la noche. Cuando llegó la hora, Daniela me envió un mensaje de texto diciendo que ya estaba ahí. Pedí mi taxi y llegué. Daniela no estaba. Nadie la había visto y todos me miraban como si estuviera loco. Los vigilantes del lugar no me dejaron pasar y me dijeron que ahí no vivía ningún Miguel, que seguro estaba equivocado. La llamé y su celular estaba misteriosamente apagado. Intriga total.

Daniela se conectó a MSN al otro día, me dijo que su celular murió, y que nos viéramos ese día. Agendamos, estuve en el lugar a la hora indicada y pasó lo mismo. Me regresé obstinado a mi hogar. Para ese entonces realmente estaba enamorado de Daniela, y seguro me juzgarán: “¿Cómo diablos te enamoras de una persona que podría no existir y que jamás has visto?” Pues quizá es mi generación. Tal vez es la cercanía que ocasionan las buenas conversaciones virtuales. Al final del día, pasamos el 80 % de nuestro tiempo pegados al teléfono y, de a ratos, valoramos más las interacciones virtuales (likes, follows, RT, lo que sea) de nuestros amigos y parejas que una cena cara a cara. A veces hasta vivimos con más emoción algunos eventos que vemos desde nuestro teléfono que asistiendo a ellos mismos. Estamos interconectados: desde nuestros sentimientos hasta la batería de nuestro smartphone.

Daniela pasó un par de meses sin conectarse a MSN Messenger. Yo estaba triste y decepcionado. Ya sabía que era un catfish, que no existía. Pero lo que más preguntaba a mis adentros era: “¿Por qué? ¿Quién es? ¿Por qué no me dice su identidad?”. El amor virtual me había jugado sucio. Estaba enamorado de una pose virtual, unas fotos falsas, y una buena conversación por ventanitas de chat. Una tarde escucho sonar desde mi computadora el intro de “The Reason” de Hoobastank: se había conectado Daniela. Me emocioné y fui corriendo a mi computadora para escribirle. Daniela, con un mensaje visiblemente ya escrito en algún otro lugar, me envió sus razones por las cuales no podía decirme quién era.

Me confesó que no era la chica de las fotos, que me conocía muchísimo y que “no podía decirme quién era porque era absurdamente complicado. Que conocía a todo mi entorno y esto jamás iba a poder suceder”. Yo, bien alterado, la insulté y le dije que por favor necesitaba saber quién era. Que ya habíamos llegado a un punto de la “relación” en el que necesitaba conocerla. Daniela se disculpó y se desconectó para nunca más aparecer en mi MSN. Me quedaba su teléfono y llamé a él casi a diario, desesperado. Jamás tuvo tono el teléfono, siempre salía apagado.

Caí en cuenta que había sido catfisheado. Me enamoré de una persona virtual aun teniendo novia. De a ratos pensé que podía ser ella; trataba de tenderme una trampa, pero luego confirmé que no lo era y la descarté. Ni siquiera supe si era hombre o mujer. Yo sólo estaba enamorado de la imagen que Daniela me vendió y de las palabras que tecleaba desde su computadora. Me vendió un producto, una pose, una imagen falsa de un sentimiento que yo sentí real.

¿Y no es así la base de las relaciones hoy en día? ¿Cuántas peleas existen entre parejas o ligues por no subir fotos juntos a Instagram, no darse like, seguir a X persona, o no demostrarse virtualmente amor? Ya a nadie le importa darse amor realmente, la prueba más grande de compromiso es subir una foto a Instagram con tu pareja. Ahí es que es realmente oficial. Las redes sociales cambiaron las relaciones para siempre y nunca más escucharemos: “Diego conoció a Claudia en un bar y empezaron a salir”. El primer contacto llega por redes sociales. Los discursos vienen ahora en un “nos empezamos a seguir, respondió mis historias, le di likes a sus fotos y nos enviamos un mensaje directo. Ya luego de ahí quedamos para vernos”. Así es la dinámica hoy.

Somos animales que vivimos en una jungla virtual. Los catfish existen más que nunca y, como Daniela, seguro crean un personaje escondido en un avatar falso con el fin de enamorar a su presa. ¿Y quién diablos somos para juzgarlos? Hacen exactamente lo mismo que todos nosotros a diario en nuestras redes: vendemos lo que queremos que nuestros seguidores sepan de nuestras vidas.

Nadie comparte momentos tristes en Instagram; si los comparten, son pensados exclusivamente para generar likes o empatía. Nadie comparte selfies donde salga feo o fea. Nuestras redes sociales son el espejo de lo que nosotros creemos que somos o aspiramos ser. ¿En cuántas selfies nos buscamos y no nos encontramos? Nadie habla de las 25 selfies que se van a la basura para que sólo una esté en nuestro feed. Al final todos somos catfishs en nuestras redes sociales, sólo que unos más o menos sinceros que otros.

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