Periodismo imprescindible Sábado 20 de Abril 2024

Me suicidé… Y viví para contarlo

Cuando la idea comenzó a rondar mi cabeza, hice lo que todo suicida del 2018 haría: buscar tutoriales en Internet. Mi objetivo era desaparecer, dejar atrás todos los errores, eliminar mi huella y tener un borrón pero sin cuenta nueva
12 de Mayo 2018
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En el momento en el que el pánico comenzó a extenderse a través de las redes, la idea se instaló en mi cabeza. ¿Qué tan cierta era la vida que había llevado hasta ahora? Y peor aún, ¿qué tan realmente era mía?, ¿qué de todo lo vivido y compartido me pertenecía? Como muchos, tenía dudas e ignoraba si había sido una de las afectadas por el escándalo que estaba en todas las bocas y los teclados del mundo: Facebook había puesto en manos de otros los secretos, fotografías, conversaciones y vida entera de muchas personas.

Sin embargo, mi decisión no tuvo que ver sólo con esa duda que a muchos nos asaltaba sobre el destino de la información que voluntariamente habíamos entregado a Mark Zuckerberg. No. Mi decisión fue porque debido al escándalo pude darme cuenta de lo desesperada que había estado durante los últimos años por construirme un estilo de vida para ser mostrado, exhibido, vociferado.

Traté de recordar hace cuánto que no recibía una llamada telefónica de ese amigo a quien siempre he querido en secreto, o una tarjeta postal o una invitación personal para una fiesta. No, ahora todo se organizaba por “eventos del feis”.

Tenía más de 1 500 “amigos” pero… ¿a cuántos de ellos realmente les parecía relevante mi vida cotidiana? Y mejor aún, ¿cuántas de esas notificaciones sobre lo que comieron, viajaron, lloraron, leyeron o se relacionaron me importaban a mí un comino?

Así fue que, harta de leer las notificaciones de un montón de personas que no significaban nada en mi vida, exhausta de recibir invitaciones a eventos que no me interesaban o a los que no podía asistir, cansada de que me felicitaran por mi cumpleaños aquellos que ni siquiera me conocían, avergonzada de mi eterna necesidad de espiar el muro de ese famoso hombre mayor que me quitaba el sueño y revolverme en bilis tras leer los comentarios que siempre le hacía su séquito de fans, tomé una decisión: terminaría con esa vida que durante la última década había construido sobre cimientos digitales. No daría marcha atrás. Me suicidaría como lo haría una digna representante del siglo XXI: eliminando mi cuenta de Facebook.

APRETAR EL BOTÓN

El primer paso era rescatar toda la información que había compartido tanto en Facebook como en Messenger. Descargué ese archivo que comprimido pesaba 2.9 gigas. Así es, lo que yo consideraba toda mi vida social, amorosa, laboral y hasta sexual estaba comprimida en una carpeta de menos de tres gigas. Allí estaban mis transmisiones en vivo, mis historias –sí, esas que “desaparecen” luego de 24 horas pero que en realidad sólo dejan de estar disponibles aunque siguen allí–, las fotografías de mis hijos, las de mis fiestas, los lugares a donde había hecho check in, y lo peor: todas mis conversaciones “privadas”.

Como si hubiera encontrado una vieja caja de tesoros, igual que Amélie Poulain en la película, dediqué una tarde y casi una noche entera a revisar cada carpeta. Pocos días antes había recuperado contacto con mi mejor amigo al que, por cierto, conocí, quise, perdí y luego recuperé gracias a la misma herramienta: Facebook.

Al día siguiente le escribí y le dije: nuestra historia tiene que ser mucho más que los 800 k que pesa el archivo de nuestros chats en Messenger. Y claro, es que no era posible que todos los sentimientos, encuentros y desencuentros con una de las personas esenciales en mi vida real cupieran en un archivo apachurrado. Interesante fue ver que la carpeta de más de dos años de sexting con otro guapo sinaloense que ocupaba el privilegiado lugar de sexfriend estuviera intacta con todas las fotos y videos no aptos para menores de edad compartidos por ambos, y que ese archivo pesara casi lo mismo que mi historia con mi mejor amigo. No, las cosas no podían de ninguna manera ser iguales. En el mundo digital no se entienden ni los matices ni las emociones. Y eso tenía que acabar.

Tomé la decisión y comencé a buscar el botón mágico para apagar esa vida ficticia que había construido en Facebook, y no me la ponían fácil. Varias veces la red social me preguntó si estaba segura de eliminar mi cuenta y, sin importar lo que dijera, seguía tratando de ponerme trampas o hacerme dar demasiados pasos antes de encontrar la solución definitiva. Finalmente lo hice, no sin antes nombrar un administrador de confianza para todas las páginas que tenía por motivos laborales. Apreté el botón y grité eufórica. La alegría duró poco porque apareció una ventana de notificación que me decía que mi deseo de eliminar definitivamente mi cuenta se concretaría hasta después de dos semanas que el sistema me daba a fin de que “lo pensara bien”. ¡Maldita sea!, era más difícil que la eutanasia. Obvio, durante los siguientes 14 días estuve recibiendo friendly reminders que trataban de convencerme para volver.

RESPIRAR LA LIBERTAD

Los primeros días fueron raros. Descubrí que sí, tenía una adicción, pero que la estaba librando bien usando como paleativos otras redes sociales que siempre he considerado menos invasivas o en las que yo tuve una mejor estrategia para elegir mis contactos. Así, si quería leer noticias y mantenerme informada de tendencias usaba Twitter; para información más seria y networking, reactivé mi LinkedIn; a fin de saciar mi sed voyerista amplié más mi círculo en Instagram, algo de lo que me arrepentí después, cuando descubrí que mi exromance se había ido de vacaciones al desierto con alguien más y me explotaban las vísceras de rabia viendo esas fotografías. Volví al modo privado y discreto en Instagram. Lección aprendida. Seguí con mi vida.

Fueron días buenos. Había elegido a 20 personas realmente importantes para avisarles que haría este experimento, que me suicidaría digitalmente en Facebook porque ya no me hacía feliz ser esa persona ni tener ese círculo social que había creado artificialmente con un algoritmo. Les dije que ellos y ellas estaban recibiendo ese mensaje porque eran importantes en mi mundo real. De 20, menos de la mitad me buscó con el propósito de tomar un café, compartir una comida o al menos tener una larga charla telefónica, sí, como antes, donde se escucharan las voces y las risas en tiempo real. Sin emoticonos. Con carcajadas de verdad.

LA PAZ

El día del debate de los candidatos a la presidencia me ahorré muchos disgustos porque no tuve que leer estériles debates pseudointelectuales de mis pseudoamigos. ¡La paz había llegado a mi vida! Claro que me perdí también de muchas cosas, pero lo mejor fue que comencé a valorar y a darme cuenta de quienes realmente quieren ser parte de mi vida. En lo personal, algunos de mis contactos, que se habían acostumbrado a mi exceso de publicaciones en Facebook, me buscaron preocupados. Querían saber si estaba bien. Otros enfocaron su intranquilidad en si yo estaba enojada o si los había bloqueado, ya saben, el asesinato social de nuestra era.

En lo laboral tampoco tuve problemas. WhatsApp es más que suficiente si deseo resolver trabajo remoto, igual que la Google Suite con el trabajo en línea y para el networking; mi regreso a LinkedIn dio tan buen resultado que en las tres semanas que duró este experimento me buscaron tres headhunters con el objetivo de hacerme ofertas atractivas de trabajo o negocios.

SIN CUENTA NUEVA

Al comenzar este afán de enterrar las horas en que había conversando con mis amores platónicos, fallidos, consumados y finiquitados, tenía claro que cuando el experimento terminara yo regresaría a Facebook, pero con una nueva estrategia o, mejor dicho, esta vez sí con una estrategia. No quería revolver nuevamente a mi familia con amigos de la infancia, con amores, amantes, colegas y demás categorías. Sin embargo, hoy que estoy en el día 23 del experimento sigo sin estar segura si deseo un “borrón y cuenta nueva” o un “borrón definitivo”.

A Facebook le debo mucho y la red social también me debe mucho a mí. Fui una early adopter, me enganché antes de que nos invadiera la publicidad, cuando no era más que el chismógrafo del milenio; no obstante, todo ciclo tiene un final y para nosotros, ese momento llegó y, sólo por hoy, digo que no hay vuelta atrás. Ya veremos qué digo mañana. De momento sigo sin cuenta nueva.

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