Periodismo imprescindible Viernes 19 de Abril 2024

Miedo a la catástrofe

¿Qué pasaría si de un día para otro nos quedáramos sin sistemas informáticos? ¿Puedes imaginar tu vida si toda la información almacenada en la nube desapareciera?, ¿serías capaz de vivir en un mundo analógico?
13 de Mayo 2018
16-18
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POR ROGER VELA

Hace 15 minutos que el despertador debió comenzar a sonar de manera intermitente, pero todo está en silencio. Son las 7:15 de la mañana y Valeria despierta con un sobresalto, su cuerpo le ha avisado que ya es tarde, aunque la alarma que a diario pone en su smartphone nunca sonó. Toma su celular y va al baño para tratar de averiguar el motivo. Baja sus calzones y piensa en lo frío del suelo que toca sus pies. Se acomoda en el excusado, se relaja y mientras orina mira su teléfono móvil. Hay algo raro.

Su aparato enciende, pero no muestra la hora, ni la fecha. Tampoco la compañía telefónica, ni las barras de la señal de Internet; únicamente se ve una pila y al lado la cifra 47 %. El fondo de pantalla, en el que se veía una imagen de una playa cubana que tomó hace cuatro meses durante sus vacaciones en la isla, tampoco está.

Abre su Instagram, sin embargo, la aplicación sólo muestra una imagen blanca. Valeria hace un gesto de desconcierto y sube los hombros. Abre WhatsApp y nuevamente una imagen blanca cubre la pantalla.

—¡Esta madre! –dice mientras se levanta del sanitario molesta, se limpia, sube sus calzones. Se lava las manos y regresa a su habitación. Un minuto después se da cuenta de que ninguna aplicación funciona adecuadamente. Se desespera. Es jueves y hoy tiene junta para presentar los avances de su proyecto gráfico en Artswee, la empresa de diseño en la que trabaja.

Abre su computadora: su escritorio está vacío. Inicio-Mis Documentos: vacío. Papelera de Reciclaje-Abrir: no está su proyecto por ningún lado, ni cualquiera de sus archivos. Tampoco las carpetas de música, ni las fotos de sus vacaciones, no hay nada. No tiene conexión a Internet. Se desespera. Los dos aparatos necesarios para la mayoría de sus actividades no sirven. Se asusta. El miedo es de color blanco.

Ese día, mientras Valeria orinaba, las bolsas de valores de todo el mundo colapsaron. Londres, Tokio, Nueva York habían perdido miles de millones de datos. Gráficas, indicadores y porcentajes se habían convertido en una pantalla blanca, los celulares de los corredores de bolsa también.

Desde hace meses, Valeria no prende la televisión, a pesar de que cuando era niña siempre la veía para sentirse menos sola si sus papás no estaban en casa. La señal digital de su pantalla sólo transmite un fondo blanco y algunas letras acomodadas sin un orden que pueda brindar una explicación de lo que está ocurriendo.

Prende un viejo radio-reproductor de música que está arrumbado junto a ese buró que nunca abre. Suena “Instant Crush” de Julian Casablancas y Daft Punk, siente alivio. Termina la canción y sólo queda el silencio. Se da cuenta de que no es la radio lo que sonaba, sino un CD que estaba dentro del aparato desde hace unos tres años y que se reprodujo automáticamente cuando lo prendió.

Cambia el modo CD a FM pero únicamente se escucha interferencia. Finalmente en AM logra sintonizar una estación. Habla un tipo con voz grave que no le resulta familiar:

Los primeros reportes indican que no sólo es en la Ciudad de México, no tenemos confirmada del todo la información, aunque al parecer esto se ha replicado en otra ciudades. Radioescuchas, les pedimos estar atentos y mantener la calma. Esperamos que con el paso de los minutos llegue más información. Por ahora es lo que tenemos. No reporten las fallas en sus servicios y dispositivos electrónicos, mantengamos las líneas telefónicas abiertas.

Valeria no hace caso a la recomendación y trata de llamar a su jefe, quiere explicarle que ha perdido su proyecto, pero ni siquiera da tono su celular. Luego quiere llamar a su madre. Tampoco tiene suerte. No cuenta con teléfono fijo en su casa porque ¿para qué?, si todo lo hace con su smartphone, así que decide salir a buscar uno público.

Es un día nublado y la calle está más sola que de costumbre. Las tiendas cerradas, niñas y niños que para esta hora ya deberían de encaminarse a la primaria no se ven por ningún lado. Camina unas cuadras y apenas se encuentra con uno de sus vecinos, un señor de 60 años que sólo la saluda con la mirada cuando ella le dice “Buenos días”. No se atreve a preguntarle sobre lo que escuchó en la radio.

No encuentra ningún teléfono. Decide regresar a su casa a bañarse con el propósito de ir a la oficina a pesar de que no tiene su proyecto. De regreso a casa ve en la calle a Rufo, un perro blanco de raza mediana que vive alimentado por los vecinos y que casi a diario la acompaña a tomar el camión. Acaricia su cabeza como todos los días.

Entra a su hogar. La vieja grabadora todavía está prendida y el mismo tipo sigue hablando:

Se ha convertido ya en una emergencia de seguridad nacional. Hasta el momento no sabemos qué provocó esta falla en los sistemas informáticos. Es algo que simplemente no se puede entender. No se puede entender que se registren fallas simultáneas en tres distintos lugares del planeta donde se guardan nuestros datos digitales.

Créanme, es algo que, aunque puede ocurrir, la probabilidad de que suceda es mínima. No, no estoy diciendo que no tengamos señal de Internet. En algunos lugares se está recuperando, lo que estoy diciendo es que se ha borrado toda la información que durante años almacenó la humanidad en la nube. Esperemos que se puedan recuperar los archivos gubernamentales, los de las empresas y claro, también los de la ciudadanía.

Ese día de noviembre, 7.4 billones de personas han perdido toda su información digital. Todos sus recuerdos en Facebook, todas sus fotografías de Instagram, todos sus contactos de WhatsApp, todas sus contraseñas y los archivos de su correo.

Las empresas han perdido datos de sus clientes, datos administrativos y de operación y los archivos sobre los productos que ofrecen. Los gobiernos se han quedado sin información alguna sobre protocolos de seguridad en emergencias, planes nucleares y documentos clasificados.

Valeria sale y pese a que su barrio parece deshabitado, unas calles más adelantes se topa con el caos. El intenso tráfico es provocado por varios choques leves en la avenida principal a causa del mal funcionamiento de los semáforos.

Metros adelante, cientos de personas se amontonan en las afueras de la estación de metro más cercana. La puerta está cerrada y algunos usuarios la golpean. Del otro lado, dos policías jóvenes, con un semblante de miedo y preocupación, sólo atinan a decir: “Ya les dijimos que no podemos operar así, no hay servicio, no hay las condiciones”. Pero los usuarios parecen no escuchar.

En el supermercado los trabajadores sacan la comida de los refrigeradores donde se exhiben los productos: desde hace horas las máquinas se han desconectado y la comida podría echarse a perder, deben llevarla a los congeladores que están en la parte de atrás. Las cajas no cobran y hay filas de decenas de personas esperando ser atendidas. “No hay sistema”, es la única respuesta. Aunque pudieran cobrar, sólo podría ser en efectivo, y muchos usuarios desesperados corren hacia los cajeros automáticos con la finalidad de obtener dinero, sin resultados.

“Estimados clientes, en breve continuaremos con el servicio”, dice la misma voz desde hace por lo menos una hora, mientras llegan varias patrullas a las inmediaciones de la tienda.

En la sucursal bancaria de enfrente la policía comienza a montar un operativo. La gente está furiosa.

Los policías se disponen a disuadir al grupo de gente que se agolpa en la entrada del banco. Son decenas. Comienzan a patear la puerta de cristal. Los agentes preparan su escudo antimotines. Alguien se acerca por la espalda a Valeria.

— Güey, ¿qué onda?, ¿qué está pasando? –le dice Laura, una de sus vecinas.

— Me asustaste –reclama.

—Perdón.

—Pues ni idea. Creo que no hay Internet en todo el mundo o se borró la nube. No entiendo bien. Es un desmadre esto.

—Chicas, mejor retírense –recomienda un policía con sudor en la frente.

Un empleado bancario afirma lo que se temía: la información bancaria de miles de clientes se ha borrado para siempre. “Esto se ha replicado en las sucursales bancarias de todo el mundo, no fue nuestra culpa”. Los clientes, de un segundo a otro, se convierten en una turba. Comienzan a romper los vidrios. La policía actúa. Vuela gas lacrimógeno. Todos corren en distintas direcciones. Algunos cruzan la calle e ingresan violentamente al supermercado. Valeria pierde a Laura entre el tumulto.

La gente toma consciencia de que acaba de perder los ahorros de su vida. Empiezan los saqueos en prácticamente toda la ciudad. Las comunicaciones se vuelven imposibles, los rumores se convierten en información que pasa de boca en boca entre los vecinos.

CAE LA TARDE

Aunque intentó permanecer tranquila en casa, pasado el medio día Valeria decide ir a pie al norte de la ciudad donde vive su madre. En el trayecto se encuentra con enfermos acostados en camillas sobre la acera. Los han desalojado. El hospital no puede operar sin los servicios digitales. Las enfermeras tratan de calmarlos. Otros, los que fueron desconectados de las máquinas que los mantienen con vida, agonizan.

Una decena de jóvenes, con facha de universitarios, se han colgado de un tráiler que transporta latas de atún y frijoles. Chocan con un poste, algunos caen mientras otros tratan de forzar la puerta.

—Ayúdanos, qué no ves que en unos días, sin datos de Internet, la comida comenzará a escasear –le dice uno a Valeria.

—No lo creo.

—Pues sí, cómo van a administrar las rutas de comercio sin la base digital. ¡Van a ocultar los productos! ¡Ayúdanos!

Valeria finge que ayuda y después de unos minutos se va de manera sigilosa. Continúa su camino.

Miles de vehículos intentan salir de la metrópoli. Los más modernos no encienden, su configuración ha regresado a modo fábrica, necesitan ingresar un código de activación para su funcionamiento. Los modelos antiguos tienen ventaja, pero el mecanismo que activa las plumas de las casetas de cobro no funciona, tienen que romperlas.

Ahí, en una interminable fila, a través de los estéreos de sus automóviles, dimensionan la catástrofe del apocalipsis digital. La civilización ha perdido el 95% de la información que la hace funcionar, el resto se encuentra almacenada en archivos físicos arrumbados en folders amarillentos, dentro de archiveros oxidados, en habitaciones que huelen a humedad. En tan sólo unos minutos, la civilización ha retrocedido 60 años.

EMPIEZA A ANOCHECER

Hace una hora se apagó por completo el celular de Valeria. No le importa, la única utilidad del aparato era como pisapapeles o como piedra con el logo de una manzana mordida. En varias calles se escuchan balazos a lo lejos. Algunos gritos. La gente se ha agazapado en sus hogares. Una fila de camiones militares pasa a su lado a baja velocidad. La ven pero no le dicen nada.

—Hija, me tenías con el pendiente. ¿Estás bien? –le dice su madre mientras la abraza.

—Si mamá, ¿y tú? –responde mientras busca en el refrigerador algo de comida. Son las siete de la noche y no ha desayunado.

—Pues muy asustada porque no tenemos agua y la vecina del 204 pasó a avisar a todo el edificio que en la radio dijeron que no va a haber agua hasta no sé cuándo. Que no están sirviendo los sistemas de abastecimiento y nosotros ya casi no tenemos.

—Todo va a estar bien –le miente. Durante el trayecto, cerca del aeropuerto donde miles de personas se encontraban varadas, escuchó en el radio de un coche que el ejército había tomado el control de presas, termoeléctricas, bancos, supermercados, puertos, aduanas, carreteras y refinerías.

—¿Y ahora qué vamos a hacer?

—No te preocupes, esto va a pasar rápido.

De pronto, se va la luz. El departamento, el edificio, el barrio, la ciudad han quedado en penumbras. Valeria pasará la noche intentando calmar la preocupación de su madre con anécdotas de su infancia que nunca le había confesado. Dormirá con ella de nuevo después de ocho años.

El sonido de disparos la despierta. Toma su celular. El fondo blanco que la aterró ayer ahora es completamente negro. Por la luz que entra a través de la ventana supone que pasan de las 7 de la mañana. Se levanta. Va a orinar al baño. Siente el frío suelo en sus pies. El mosaico del piso le recuerda su niñez. Se distrae con una vieja revista que encuentra arriba del sanitario.

Regresa a la cama. Toma un lápiz y comienza a trazar su proyecto laboral sobre una hoja, como lo habría hecho 30 años atrás. Es apenas el día dos de la nueva era neoanalógica. La vida tiene que seguir.

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