Periodismo imprescindible Jueves 28 de Marzo 2024

No, yo no tengo la culpa de tus pecados

Me educaron para vivir en una eterna lucha contra los acosadores y su lujuria. Desde que tengo memoria, la gente se cree con derecho de opinar sobre la ropa que uso o mi concepto de femineidad, pero ¿quién les dijo que la violencia que vivimos en las calles es algo ‘normal’ para nosotras?
01 de Abril 2018
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POR GIO FRANZONI

Me costó trabajo acostumbrarme a usar minifaldas o vestidos. Pese a que resulta muy cómodo, repudiaba tener tanta carne al aire. El culo grande, que me heredó mi tatarabuela cubana, ha sido presa de muchos machos.

La primera vez que fui violentada fue a los siete años en un club deportivo privado que pagaban mis papis, en Celaya. Un júnior puberto me soltó una nalgada con todas sus ganas frente a sus amigos, que no se cansaron de reír hasta moler mi autoestima. Cuando lo acusé con el entrenador, este justificó el acto diciendo que eran “sus hormonas alborotadas”. Me aconsejó usar licras más largas debajo de la falda. Me sentí avergonzada por lo que pasó esa tarde.

Llegué a casa decidida a tirar cualquier trapo con el que se me vieran las piernas. Mi mamá boicoteó la misión, pero no por protegerme ni hacerme sentir mejor. Tuve que regresar todo al clóset porque como “dictan las buenas costumbres” en provincia: “A las niñas más ‘lindas’, les va mejor”.

A partir de ahí surge en mí ese conflicto que enfrento todos los días, como muchas mujeres, al abrir mi clóset: ¿Qué me pongo para que no me avienten miradas lascivas, no me toquen o no me violen? ¿Cómo puedo sentirme cómoda y lucir linda –para mí– sin ser atacada?

Sí, claro que me gusta cómo se ven mis piernas con una mini de cuero, pero es de pensarlo dos veces antes de salir a dar la vuelta con eso puesto. El recorrido, ya sea en un espacio público o uno privado, seguramente se convertirá en una pesadilla. Me irá “bien” si como mínimo sólo me acosan verbalmente, pues como se lo dejó claro ese profesor de deportes a mi yo de siete años, el resto del mundo siempre va a pensar que “yo misma lo provoqué” por haber hecho una mala selección de prendas.

Como lo han predicado las iglesias y el sistema económico-cultural, nuestro atractivo sexual nos tiene condenadas. Ellos dicen que “nuestros cuerpos son objetos de deseo” así que, a su juicio, no somos las indicadas para decidir lo que pasa con él.

Nos han llamado brujas, demonios, putas, promiscuas y una larga lista de sinónimos despectivos y malvados porque nosotras “no podemos disfrutar nuestra sexualidad” o usarla como una herramienta a fin de obtener recursos, como conducto para dominar a los hombres. Eso, dentro de la lógica de quienes nos dominan, te compra un boleto directo al infierno.

Además de satanizarnos a lo largo de la historia, nos han vendido la idea de que la mejor forma de sobrevivir es quedarnos “calladitas”, cubrir nuestras curvas, apachurrar nuestra autoestima y esclavizarnos a la dieta con el propósito de mantener ese cuerpo que le pertenecerá al mejor postor. De ahí el porqué la publicidad nos invade con productos para corregirnos estéticamente y nos repite como un mantra que la mujer, como cualquier otro objeto en aparador, debe estar disponible, dispuesta a entregarse y en las mejores condiciones.

Por eso yo, como el 38.7 % de las mujeres mexicanas, estoy en contra de que nos lancen piropos, acechos o insinuaciones sexuales en la calle o el transporte público. Hemos interiorizado de tal modo la violencia, que resulta cotidiano que alguien se asome sin permiso a ver lo que hay detrás del escote o trate de meter la mano donde no debe. Ellos, los agresores, se justifican y nos culpan. Dicen que despertamos en ellos interés, con rasgos de lujuria.

¿Pero qué pasaría si en vez de permanecer en una posición pasiva frente al acoso señalamos al verdadero culpable? Si en lugar de llamarnos zorras entre nosotras mismas por usar escotes, declaramos a todo acosador como lo que es: un machista, un agresor sexual y un delincuente.

Llamando a las cosas por su nombre, la violencia contra las mujeres disminuiría. Acechar nuestros cuerpos los haría sentir avergonzados, como nos han hecho sentir a nosotras durante siglos por el simple hecho de portar un lindo vestido. Sin embargo, para lograr un mundo sin acoso callejero aún queda un largo camino por recorrer, y somos nosotras quienes necesitamos esparcir el feminismo en las calles, retomándolas sin miedo; recordarnos a nosotras mismas que no somos objetos. Estos son nuestros cuerpos y nosotras decidimos sobre ellos.

A mí me costó mucho trabajo sacar de mi cabeza todos esos consejos erróneos que me dieron a fin de ocultar mi cuerpo porque, sin importar el largo de la licra debajo de mi falda o qué tantas capas de ropa me ponga encima, la lujuria mal enfocada del otro no es culpa mía.

Ahora sé lo que es disfrutar de la brisa en primavera mientras recorro las calles de cualquier ciudad, sin miedo a sentirme avergonzada. De aquí en adelante, ¡lucha eterna contra los acosadores y sus pecados!

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