Periodismo imprescindible Jueves 28 de Marzo 2024

Coche submarino

24 de Julio 2017
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Lo que te voy a contar parece sacado de una película de los hermanos Coen. Gustavo, mi primo, tenía 13 años cuando por primera vez vio a un perro nadar, mientras un coche buceaba y al mismo tiempo un montón de mirones veían con singular alegría cómo mi tía Patricia gritaba desde su casa “¡Mi coche!, ¡ayúdenme por favor!”.

Quien haya visto la serie Esposas desesperadas (Desperate Housewives) se acordará de aquel particular capítulo en el que un tornado deja destrozos en la calle Wisteria Lane. En fin, pues algo parecido ocurrió con la tormenta que se convirtió en una desastrosa inundación en la calle Chapulín del fraccionamiento Arcoiris (sí, así se llama, no es broma) donde mi tía Paty vivía.

Cuando la lluvia se transformó en chipi-chipi, los vecinos salieron de su casa y con mazos, hachas y palos de metal echaron abajo un pequeño muro que separaba a Chapulín de Hormiga (sí, también es una calle) con el propósito de que por allí se fuera el agua. Hasta llegaron reporteros del “noticiero” de un nuevo canal local y todos los vecinos se peleaban a fin de contar su versión de los hechos ante las cámaras. Algunas frases quedaron para la posteridad: “Mi vecina perdió su coche, en el lleva a sus hijos a la escuela”, “El presidente municipal no nos escucha sobre las inundaciones en esta calle”, “¿Cuándo me voy a ver en la tele, disculpe?”.

El canal local captó algunas alegres imágenes de unión entre vecinos: los mismos que veían desde la ventana cómo se sumergía el auto de mi tía sin ni siquiera hacerle una llamada telefónica, ahora la ayudaban a limpiar su casa porque ella se llevó la peor parte de todo. Y es que, además de que su coche era una versión submarino, también “su pequeña hija menor de edad” –eso decían las noticias locales– estuvo “a punto de morir electrocutada”.

Pero la verdad es que ni era menor de edad, ni corrió riesgo de ser electrocutada. Mi prima Lucy ya estaba en la universidad y observaba con Gustavo desde la escalera de su casa cómo se sumergían la sala y la mesa, mientras Bartolo, el perro de la comunidad, nadaba cerca de su auto.

Cuando mis primos cuentan esa anécdota, cada que comienza a llover en una reunión familiar, nos morimos de risa. Nos preguntamos una y otra vez quién dijo eso de la menor de edad.

A mi tía no le fue nada mal. Tuvo mucha suerte, ya que su seguro consideró su auto como pérdida total, le pagaron casi el valor original del auto y se lo devolvieron a fin de que lo vendiera como chatarra. El universo fue bueno con ella, lo pudo reparar y vender. Utilizó el dinero para reponer las cosas que había perdido en el desastre.

Mi tía y sus hijos ya no viven ahí. Todo el mundo pensó que esa casa jamás se vendería; que las aguas negras habían dejado a su paso mala vibra, además de mal olor, pero tiempo después los nuevos habitantes la remodelaron y gracias a que esa tarde de tormenta los vecinos se reunieron con la finalidad de derribar el muro –que nadie supo explicar por qué estaba allí–, las casas de la calle Chapulín, en el Estado de México, dejaron de ser vulnerables en las tardes de tormenta. 

*Buscadora de historias urbanas de sus contemporáneos millennials. Ponte atento, tu historia puede ser la próxima.

@VeraVanely

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