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Dios ha resucitado

14 de Noviembre 2016
kiko
kiko

Mientras escribo estas líneas, veo desde mi ventana una masa compacta y multicolor de tiendas de campaña. Afganos, sirios, iraquís se desperezan bajo los tibios rayos del sol parisino. En mi barrio, el Canal san Martin, barrio también de los atentados del 13 de noviembre, se han instalado desde hace varios meses tres mil migrantes venidos de países en guerra con occidente. Hace más de treinta años que vivo en París y nunca he visto nada igual.

Llegué de Madrid con 23 años, en 1985; huía de la noche y la movida madrileñas. Trabajé de pintor de brocha gorda, transportista, camarero. Luego dirigí espectáculos grotescos y en 1996 fundé con un amigo una galería de arte independiente. Hace dos años, publiqué un libro escrito en francés que enseguida la editorial mexicana Sexto Piso tradujo al castellano, Arde Madrid.

Todo el mundo en el mundo se acuerda de lo que hacía el 11 de septiembre del 2001; todos los parisinos saben donde estaban el 13 de noviembre del 2015. Todos menos los muertos, claro. Donde estuve yo, es anecdótico. Lo que nunca olvidaré es el vacío y el silencio de las calles del día después. Habíamos entrado en el infierno. Dios, que según Nietzsche había muerto, resucitaba aquella tarde con una kalashnikov en la mano. Desde entonces, no habría en Francia una conversación, un programa de radio o de televisión, una mirada en la calle sin que se insinuara el dios único y sus tres avatares: musulmanes, judíos y cristianos. Los valores humanistas se habían ahogado en el baño de sangre de aquel otoño.

“¡Francia está en guerra!”, pronunció François Hollande, el presidente francés, pocos minutos después de la masacre. ¿En guerra contra quién? ¿Contra una banda de desesperados kamikazes que además habían nacido aquí? ¿Una guerra civil? Eso era lo más terrible: los asesinos eran franceses o belgas, se vestían igual, frecuentaban las mismas terrazas, las mismas discotecas. Eran tan iguales que podrían haber sido ellos mismos sus propias victimas.

A las pocas horas, el presidente identificó otro enemigo de la patria: el Estado Islámico. Mandó el portaaviones Charles de Gaulle para bombardear desde el aire a… no sabía muy bien a quién, mas para bombardear a alguien y que no se dijera que se había quedado con los brazos cruzados. En Occidente, todo lo resolvemos con tanques y aviones que luego vendemos a los países pobres que luego volvemos a bombardear para que una vez destruidos los podamos reconstruir (con su dinero, claro). En aquellos momentos, la extrema derecha no se pronunciaba mucho. Ya lo hacían bastante todos los demás: periodistas, políticos, prelados…

Pese a los confusos sentimientos de pena, rabia e impotencia, los parisinos no se han dejado llevar por la sed de venganza y el racismo. Les es imposible dar un sentido a lo incomprensible, pero han vuelto a ocupar las terrazas, a salir hasta tarde, a ir al cine y al teatro. Después de un año, la sangre no está todavía coagulada. La gente no olvida, pero continúa su vida. En mi barrio, los vecinos bajan colchones, abrigos, comida, se solidarizan con los miles de refugiados que en la calle ven llegar el invierno.

Francia es un país doble: el de la monarquía y el de la revolución; el de la colaboración con los nazis y el de la resistencia; el colonialista y el de la revolución del 68. Hoy vivimos una nueva etapa regresiva y reaccionaria: religiosos de todo tipo y extremistas vuelven a dominar el debate. El 13 de noviembre no solo hubo 130 muertos, sino que cayó herido mortalmente el espíritu de Voltaire. No sé cuándo volverá a levantarse, si se levanta.

*Escritor madrileño residente en París. Director de la galería de arte parisina ÉOF y autor de la novela Arde Madrid.

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