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Sexo estacionado

El punto es que uno de mis amigos, debutante en la paternidad, lamentaba que su pareja hubiera elegido el colecho, pues lo consideraba inútil y hasta contraproducente.
10 de Abril 2017
Rocío Sánchez
Rocío Sánchez

A hora que estoy bien instalada en los treinta (más bien, ya de salida), ha sido inevitable presenciar cómo, uno tras otro, mis amigos y amigas van teniendo hijos. Por más que ellos (los más considerados) quieran evitar las pláticas de papás durante nuestras reuniones, los críos son parte fundamental de su vida y el tema sale necesariamente a relucir.

No me estoy quejando, y debo admitir que las pláticas se ponen más interesantes cuando todos se sinceran sobre los totales vuelcos que han dado sus vidas después de la paternidad. Una de esas conversaciones fue a dar a la polémica sobre si los bebés deben o no dormir en la misma cama de sus padres. A esta práctica se le conoce como “colecho”; una forma de hacerlo es poner al bebé directamente en el colchón, y otra es colocar una cuna conectada con la cama, sin barandal que separe al bebé de sus padres.

El punto es que uno de mis amigos, debutante en la paternidad, lamentaba que su pareja hubiera elegido el colecho, pues lo consideraba inútil y hasta contraproducente. “Además, ahora resulta que si quiero hacer el amor con ella no puedo porque ahí está el bebé, durmiendo con nosotros”. Antes de que yo pudiera siquiera procesar una respuesta para eso, otra amiga (que ya es mamá, si cabe el dato) lanzó su sabiduría: “Ay, sí, al principio querían hacerlo a cada rato y en todos lados: en la sala, en la cocina, en el baño, y ahora resulta que nada más quieren hacerlo de noche y en su camita. ¡No inventes!”. ¡Pum! La sala se iluminó como con un enorme destello. ¡Cuánta razón llevaban esas frases! Tanta que, dicho sea de paso, el amigo-papá quedó desarmado frente a tanta verdad.

Y es que se nos olvida que el peor enemigo del deseo sexual es la rutina. Si lo pensamos, hasta aquello que más placer nos da en la vida puede arruinarse si se repite incontables veces. Por ejemplo, conocí a una mujer que, por una inocente apuesta, comió chocolate todos y cada uno de los días durante un año; hoy en día no puede ni ver ese manjar.

Entonces, ¿por qué dejar ir la espontaneidad que en los primeros días daba ese ardor a la relación de pareja? Toda esa emoción que al principio se sentía, toda la creatividad que dictaba el escenario y la dinámica que hacía cada relación sexual distinta de la anterior, ¿a dónde se va?, ¿en qué se transforma?, ¿podemos hacerla volver?

Claro que no es lo mismo comenzar un noviazgo y pasar por esa etapa en la que no importa dormir ni comer con tal de retozar todo el día con esa persona especial, que llegar a la misma casa que se ha compartido por diez años y tratar de descansar después de un largo día de trabajo. Pero, ¿acaso no hay un punto medio?

Debe haberlo. El secreto quizás está en no descuidarnos tanto tiempo como para que la rutina y el tedio nos alcancen. Sin embargo, si se han instalado ya, seguro que hay forma de volver atrás. Primero, desechando esas ideas de que sólo hay que hacerlo de noche o de que sólo los viernes toca o de que ya no se pueden ejecutar aquellas piruetas que se conseguían en la mesa del comedor. Aun teniendo hijos, los momentos siempre estarán ahí, en espera de ser aprovechados por los amantes que un día se miraron y fueron incapaces de resistirse a estar juntos.

A todo el mundo le gustan las sorpresas. La vida sexual es un excelente campo para intentarlas. Un día inesperado (¿Miércoles por la mañana? ¿Uno que no sea San Valentín?), un espacio inusual (dentro del clóset, para que no escuchen los niños, que están durmiendo en la otra habitación) y probablemente la chispa vuelva a hacer erupción.

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