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¿Por qué diste lugar a que la tomase yo por mujer siendo tuya?

14 de Febrero 2020
CULTURA
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Por Víctor Roura

[Hoy, 14 de febrero, a San Valentín lo culpan del arrebato amoroso de las personas, mujeres y hombres, lo cual es pretexto suficiente, asimismo, para que el empresariado, siempre atento a estas fechas culminantes de compras, rece a Cupido para que no deje de lanzar flechas a los corazones desde las alturas. Sin embargo, el amor es el amor, con o sin compensaciones. Y a propósito de este día, unas cuantas historias épicas relacionadas con el ímpetu amoroso…]

 

1

Se dice, y con insistencia ordinaria, que la mujer, aun enamorada de un hombre —lo que es, ya de suyo, un inescrutable enigma—, puede entregarse por soledad a otro varón (porque vivir con alguien no significa asegurarse una eficaz compañía) a quien no quiere, ni desea, ni ama. A diferencia del hombre, que le está permitido meterse sexualmente con el género opuesto sin ningún condicionamiento (porque sí, porque en ese momento está hirviendo de incontenibles sobresaltos eróticos, porque, dicen, no hay persona que vierta lágrimas cuando le regalan pan, porque —y curiosamente nunca sucede al revés— el hombre llega hasta donde la mujer se lo permite, porque —y por eso esta avasallante discusión femenina sobre, por fin, una justa equidad de género— en el hombre es una admirable aventura mientras en la mujer el acto espontáneo se convierte en un arrebato carnal o, de plano, prostibulario), cualquier actitud femenina que violente su, digámosle así, castidad o fidelidad conyugal, incluso si lo hace en un rapto de enfebrecido aislamiento, será consecuentemente juzgada.

      De ahí la veneración a Penélope, la esposa del átrida Ulises, a quien esperó en un lapso de dos décadas (dividido en dos periodos: los primeros diez años entretenido en destruir a Troya y los diez siguientes envuelto en un sinnúmero de incidentes, entre los que se cuentan los amoríos dispersos, que le impedían su retorno al reino de Ítaca), siempre (aunque probablemente urgida) intocada, paciente y ansiosa; pero ansiosa, sólo, de su hombre. A pesar de que no le faltaron pretendientes, y de estar postrados en su misma casa (Telémaco, su hijo, cuenta a 108: 52 jóvenes escogidos de Duliquio, 24 de Same, 20 aqueos de Zacinto y los 12 más valientes de la propia Ítaca), Penélope no hizo caso a ninguno.

      Aprovechados y viles, este centenar de lujuriosos hombres se daba una ampulosa vida a costa de las pertenencias del ausente Ulises: comían de su ganado y se distribuían los espacios de la amplia mansión para hallar el sueño, vencidos de su vana petición matrimonial. Para desconcertarlos, y sobre todo fatigarlos, Penélope urdió, a los seis años de ese bacanal e insoportable acoso, una estrategia consistente en que se casaría con uno de ellos tan pronto finalizara de tejer una prenda para Laertes, su suegro.

      Sin embargo, sin ser vista por nadie, la amorosa mujer deshacía su labor manual todas las noches, de manera que su trabajo artesanal jamás llegaba a su fin. Y cuando, descubierta por una doncella que fungía de amante de uno de aquellos procaces e insolentes pretendientes, acabó con la hermosa tela (“semejante por su brillo al Sol y a la Luna”), coincidentemente llegó Ulises a quien los cortejadores ya daban por muerto, revirtiéndoseles el destino ya que, a su regreso, un Ulises furioso, si bien no se sabe si celoso (Homero no menciona nunca este ardido sentimiento), mató a todos aquellos inútiles candidatos al amor de su mujer.

 

2

Porque es un caso único esta comprobada fidelidad. Se sabe, asimismo, que en su ausencia, Clitemnestra, la esposa de Agamenón (el hermano de Menelao, que fuera a Troya a recuperar a Helena, raptada voluntariamente por Paris), se hizo de un amante: Egisto, por encontrarse sola durante los diez años que duró el asedio a Troya. La mujer no pudo reprimir sus furores internos, ni le bastó su supuesto grande amor. Sola en Micenas, accedió a las manos de Egisto, que, retraído y esquivo, desistió de participar en la guerra contra la Ilión de Príamo con el avieso fin (¿puede ser avieso el fin de enamorar a alguien?) de seducir a la solitaria reina, cosa que logró debido a su audacia y persistencia. No obstante su conocida infidelidad, Clitemnestra, ya Agamenón de vuelta en sus aposentos reales de Micenas, se dijo enamorada y deseosa de su marido largamente ausente.

      —Las fuentes del llanto que otrora manaban como torrentes —dice la mujer a Agamenón, según la tragedia de Esquilo— se me han secado. Ya no me queda ni una sola gota. Tengo enfermos mis ojos de acostarme al amanecer, por pasarme la noche llorando en que la antorcha que me había de anunciar tu regreso jamás se encendiera. De mis sueños me despertaba con el leve vuelo de un rumoroso mosquito, mientras veía en mis pesadillas en torno a ti un mayor número de sufrimientos de los que cabía en el tiempo que estaba dormida.

      Empero, Clitemnestra ya ardía por otro hombre, Egisto, a quien se entregara con la misma intensidad con que se entregó en tiempos antiguos a Agamenón (“es dulce escapar —asevera sabiamente la mujer— de cualquier cosa que se ha sufrido sin poder evitarla”).

      Lo que vino después es uno de esos naturales horrores de la humanidad: Egisto, con la complacencia de su amante, asesina a Agamenón y se hace del reino y de la mujer, aunque de ésta ya se había hecho por medios no menos canallescos.

 

“Clitemnestra y Egisto a punto de matar a Agamenón”.

Pintura de Pierre Narcisse Guérin (1817).

3

Mejor suerte corrió su hermano Menelao, a pesar de que en un principio los vientos aparentemente no lo favorecían. Helena, la que sucumbiera a los encantos de Paris, destruida Troya, regresó con su marido a Lacedemonia no sin antes tener, según consta en los papiros, un breve romance (acaso en Egipto donde, a decir de Heródoto, quedó todo el tiempo mientras su marido hacía arder Troya en la creencia de que ahí estaba su amada) como oportuno intermedio a su desgracia amorosa. Finalmente, fueron diez años los que, de un modo o de otro (ya abandonada por el nervioso Paris, ya resguardada en manos del rey egipcio Proteo), se las vio sola la bella mujer, que no era, en lo absoluto, una dama de enmudecidos devotos. Enamorada se dijo de Paris, mas, de retorno con el griego Menelao, se desdijo de aquel ingrato enamoramiento: dice Homero en La Odisea que Helena contó a Telémaco, que iba en busca de su extraviado padre Ulises, que ella, sin que se percatara ningún troyano (y vaya uno a saber de qué argucias se valió), se vio a solas con el mismísimo Ulises e incluso lo bañó y ungió de aromáticos aceites y, arrepentida, se decía abatida por la desmoronada lejanía de su adorado Menelao, a quien, enamorado como estaba, no le importaron las sucesivas entregas corporales de Helena a sus adversarios, mujer que no pudo finalmente combatir sus soledades, como sí pudo Penélope, tejiendo ropa ajena.

 

“Helena de Troya”. Pintura de Anthony Frederick Augustus

Sandys (1867).

4

También en la Biblia se suceden estos pasionales avatares. Cuando Abram llega a Egipto con su esposa Sarai, le pide que, siendo ella tan hermosa, digan ambos que no es su mujer sino su hermana, ya que, de lo contrario, lo matarían a él para apoderarse libremente de ella. Así dijeron, y en efecto Sarai, de deslumbrante hermosura, se acogió, benévola y condescendiente, en los brazos del faraón, quien le regalara, como afecto a tan casta sangre, ovejas y asnos a Abram; pero cuando se dio cuenta de que no era su hermana sino su esposa, el faraón se la devolvió con un airado reclamo:

      —¿Por qué diste lugar a que la tomase yo por mujer siendo tuya?

 

5

En el libro segundo de Samuel se narra la historia de Betsabé, la atractiva mujer de Urías el jeteo, que fue seducida por el rey David, quien ordenó (después de verla desnuda en el río bañándose) la llevaran a su presencia para acostarse con ella, cosa que hizo con grácil sabiduría, dejándola a la postre ingrávida. Como temiera ser descubierto, mandó traer del ejército a Urías para que tuviera relaciones con Betsabé y así pasar su embarazo por el de su marido. Pero Urías no tocó a su mujer por respeto a sus camaradas, que se mataban en la guerra contra Rabbá. Entonces, David no tuvo otro remedio que ordenar al general Joab que enviara a Urías al punto “donde más ardua sea la batalla” para eliminarlo con su muerte, cosa que felizmente consiguió y se hizo de su mujer llevándola a vivir a su palacio con el placentero consentimiento de la infeliz viuda, que no soportó el desamparo sexual que le deparaba, ¡ay!, su soledad. (Y porque entonces la mujer no tenía voz, en efecto, de modo que estaba donde la llamaran, complaciente y acaso complacida.)

 

“Betsabé en el baño”. Pintura de Giordano Luca (1685).

6

Desde el primer capítulo, el invidente Homero, en su relato poético de La Ilíada —escrito probablemente en el siglo VIII a.C.—, nos señala, y no queda ninguna duda de ello, de la convencida decisión de Aquiles de no ayudar a los griegos en su lucha contra los troyanos porque Agamenón, ese poderoso jefe de los primeros, le arrebató la esclava Briseida a quien el pelida deseaba conocer en la intimidad.

      —En verdad que merecería ser motejado de cobarde y vil si yo te complaciese en todo —dijo el brioso Aquiles al soberbio Agamenón—. Manda en los demás, pero no en mí porque no pienso obedecerte en adelante nunca. Oye y retén en la memoria lo que voy a decirte: contra ninguno combatiré a causa de esta virgen, puesto que si me la quitáis vosotros, vosotros me la regalásteis; mas no podrás contra mi voluntad llevarte nada de las otras riquezas que almacena mi nave negra y ligera. Inténtalo, atrévete a ello, y que cuantos nos rodean lo presencien, y en seguida tu sangre correrá por mi lanza.

      Y, ciertamente, Aquiles llora con lágrimas vivas la partida de la hermosa Briseida, que su íntimo amigo Patroclo entrega personalmente a Agamenón, mas no porque la amase sino porque se siente irritadamente avergonzado (Agamenón lo ha “cubierto de oprobio”, solloza Aquiles ante su madre Tetis); ¿para qué, pues, la encarnizada batalla de Tebas, donde le fuera obsequiada la doncella, hija de Crises, amigo veraz de Apolo —que desde ese momento fue un diatriba irreconciliable de los griegos—, si en el último minuto lo despojarían de tan preciada prenda corporal (“la joven de la hermosa cintura”, la nombra el propio Homero)?

      Después, Paris rapta a Helena, la esposa del hermano de Agamenón, Menelao, que estaba efectivamente enamorado de su mujer, y van por ella, revestidos de violencia e ira, acompañados de miles de aguerridos aqueos.

      En este contexto, Heródoto, en su primer libro de su monumental Historia (484-430, aproximadamente), dice que con este suceso se da un giro nuevo en el mundo pues, “hasta ese momento, en fin, sólo se trataba de raptos entre ambas partes; pero, a raíz de entonces, los griegos, sin duda alguna, se hicieron plenos responsables, ya que fueron los primeros en irrumpir en Asia antes que los asiáticos lo hiciesen en Europa. Los persas, en realidad, consideran que raptar mujeres constituye una felonía propia de hombres inicuos, pero piensan que tener empeño en vengar los raptos es de insensatos, y de hombres juiciosos no concederles la menor importancia, pues, desde luego, es evidente que si ellas, personalmente, no lo quisieran, no serían raptadas”, cosa que, en efecto, aconteció con la bella Helena, que sucumbió ante la donosura de Paris, aunque, vencida Troya y derrotados sus troyanos, regresó, arrepentida, a Lacedemonia directamente a los brazos de Menelao, que vivió con ella, enamorado como desde un principio, hasta el fin de sus días.

      Ya en Ilión, Menelao se enfrenta a Paris, y lo vence, para tratar de resarcir la ofensa del que fuera objeto, pero el joven secuestrador se niega a entregar a Helena (ya porque no la tuviera consigo o porque, sencillamente, la ocultaba con apasionado esmero), lasciva mujer que lo devora en insaciables erotismos, motivo que irrita aún más a los griegos.

      De súbito, una flecha lanzada por Pándaro, salida de entre la turba troyana, hiere intempestivamente a Menelao, lo que calienta los ánimos guerreros de los afrentados argivos. Y la guerra se enciende trágicamente, con el predominio bélico de los dárdanos, en cuyo frente se halla Héctor, el hermano de Paris, que se despide de su esposa Andrómaca para entregarse a la irrazonada y compulsiva guerra.

 

7

Desolado, Agamenón recuerda de nuevo a Aquiles, que no participa en la contienda, y envía a Fénix, a Ulises y a Ájax para que lo convenzan de que retorne al campo de batalla con la firme promesa de que, a su vuelta, le sería entregada la deseada Briseida (aún intocada) junto con otros obsequios ilustres: “Siete trípodes vírgenes del fuego, diez talentos de oro, veinte calderas que se pueden exponer a la llama, doce robustos caballos que ganaron siempre los primeros premios merced a la rapidez de su carrera, siete bellas mujeres lesbias hábiles para el trabajo, a las cuales él mismo [Aquiles] capturó en la populosa Lesbos y yo escogí porque eran las más lindas de todas”.

      No sólo eso, sino que le ofrece a una de sus tres hijas (Crisotemis, Laódica e Ifianasa), la que él deseare.

      Pero ni así se conmueve el impertérrito Aquiles, que desprecia, tras un ejemplar discurso (“ningún dánao me persuadirá de que de nada me sirvió combatir sin descanso a los guerreros enemigos: la misma recompensa tiene el que se queda en el campo que aquel que pelea con valentía; de igual honor disfrutan el cobarde y el bravo, y el hombre ocioso muere igual que el que trabaja”), las dádivas de Agamenón.

      No es sino hasta la muerte de su querido amante Patroclo, metido en la armadura de Aquiles que éste le regalara para investirlo de suerte en una guerra en la que el hijo de Tetis no quería ser partícipe por las razones antedichas, que el guerrero reacciona.

      Cae en un profundo pesar amoroso.

      Sin embargo, envalentonado con prodigiosas armas que le mandara hacer Tetis con Hefesto (ya que las suyas, al caer Patroclo, estaban en poder de su asesino Héctor), se reincorpora a los griegos, reconciliándose con Agamenón, que le cumple las promesas ofrecidas, incluida la todavía virgen Briseida. Pero en la cabeza de Aquiles sólo cabe la venganza por la muerte, bisexual como era, de su adorado amante: va por Héctor, a quien, en un duelo sangriento e histórico, vence para dar por finalizada la cruenta guerra entre griegos y troyanos luego de una década de interminable y persistente asedio.

“Briseida conducida hasta Agamenón&quot”. Pintura de Giovani

Battista Tiepolo (1757).

NTX/VRP/JC

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