Periodismo imprescindible Jueves 25 de Abril 2024

¿Sabemos viajar?

Mucha gente sueña con recorrer el mundo, pero cree que se trata sólo de hacer check in en el mayor número de países posible. Lo que parecen olvidar es que viajar significa escuchar y entender a las personas que lo habitan
07 de Enero 2018
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POR STEPHANIE MONTERO Y VÍCTOR OLIVARES

¿ Por qué viajamos? Probablemente por esa curiosidad casi pulsional que nos despierta el otro, por enfrentarnos y medirnos con otras culturas, por la necesidad de la mirada de saturarse de otros paisajes, por el impulso humano de vivir aventuras, o por la necesidad de los sentidos de oler, tocar y probar nuevas texturas y sabores.

Sin embargo, existe un proceso durante los viajes que pasa inadvertido aunque también es parte infalible de esta realidad: en los viajes podemos ser nosotros y quitarnos las máscaras que usamos en nuestros círculos de interacción inmediata (familia, trabajo, amigos) y entonces, por unos días, no tenemos que actuar conforme a las normas de la sociedad en que vivimos.

Es así que viajar puede fácilmente convertirse en una especie de vicio lúdico –si tal cosa es permitida–, ya que nos da la posibilidad de ser desde lo más esencial y transparente de nosotros frente a otros que nos resultan desconocidos e igualmente transparentes, y que nos invitan a descubrirlos en esa pureza que sólo otorga esa otredad que nos es completamente ajena.

Pese a esta posibilidad saturada de contrastes y experiencias, en los tiempos de las redes sociales como Instagram, Facebook y Snapchat, los viajes se han vuelto una ansiosa acumulación de imágenes que se repiten infinitamente en selfies y labios sensuales que apuntan hacia la cámara con los mismos paisajes de fondo, en el que únicamente cambia el protagonista de la imagen que apenas miramos.

En estos días, las personas comparten la ansiedad por acumular fotos de lugares turísticos –saturados de gente que hace fila para tomar la misma imagen– que pierden valor e interés cuando hacemos clic desde el celular a fin de coleccionar una instantánea que probablemente ni siquiera volveremos a ver en ese carrete digital que nos permite acumular miles de imágenes que pasarán al olvido de inmediato, lo que nos hace cuestionar si vivimos una desvalorización de la imagen ante la facilidad con la que la reproducimos, a diferencia de la selectividad obligada del rollo fotográfico, en el que el viajero primero observaba y después escogía los mejores spots.

Corren tiempos en que los turistas viven su experiencia pegados a una pantalla que jamás será tan grande para abarcar lo que los ojos pueden mirar y que obstaculiza la riqueza del contacto con el otro y la comprensión de una realidad ajena a la nuestra, haciendo que esta pase de largo en la mayoría de este tipo de circunstancias.

La acumulación –ese concepto tan propio de la cultura de consumo– no es ajena a los viajes y a la manera en que la gente promedio los planea, y es que existe una tendencia a querer “comerse el mundo”, lo que lleva a itinerarios extenuantes mediante los cuales se visitan varios países a costa de vivir en terminales aéreas, pasar horas arriba de una Van para llegar a visitar los “sitios de interés” por apenas algunos minutos, tomarse selfies y partir de vuelta a algún aeropuerto con el propósito de abordar un viaje a deshoras y visitar otro lugar bajo esta misma modalidad que impide al viajero compenetrarse realmente con el lugar que visita.

Así, el contacto se vuelve efímero e incapaz de hacernos salir de la zona de confort (o disconfort normalizado) que implica introducirse en otras realidades. Estas opciones que pululan en las agencias de viajes sólo darán la posibilidad de comprar souvenirs provenientes de China en locales acondicionados para turistas, pagar costos elevados en regiones que si nos tomáramos más tiempo en conocer, podrían darnos experiencias únicas a precios locales. Viajar como un turista sólo se reduce a palomear el mapamundi de los lugares que se visitan con la finalidad de generar un estatus ficticio con nuestros conocidos (una máscara más), dejándonos una experiencia hueca y poco gratificante.

Viajar de verdad significa entender, y para lograrlo no sólo se requiere mirar sino también escuchar –y escuchar lleva tiempo–, por lo que nuestras experiencias personales en los viajes que hemos realizado nos han dejado una máxima infalible: es mejor pasar más tiempo en un lugar para realmente entender a las personas que lo habitan, el por qué de sus costumbres, de su comida, de su moneda, de su forma de ser y ver el mundo, sus modos de sentarse a la mesa, de sus peculiaridades físicas y de pensamiento, de sus monumentos y de sus huellas históricas, de sus gobiernos, de sus problemas sociales y cómo los enfrentan, de cómo sonríen, se enojan, lloran, y de cómo resuelven sus diferencias.

Para que esto sea posible habrá que evitar los grandes resorts, los tours exprés que apresuran al turista y le impiden respirar lo local, decir no –aunque implique voluntad de monje– a las grandes cadenas de comida rápida que no sólo han cambiado el paisaje de barrios locales, sino que han destruido la dieta de países gastronómicamente ricos como México, pero sobre todo, habrá que ser tolerantes ante aquello que se estrella con nuestra manera de concebir las cosas e intentar comprender aquello que nos resulta contradictorio antes de condenarlo al prejuicio o la soberbia de sentirnos parte de algo mejor.

Salir de ese pequeño mundo personal que erróneamente consideramos debe regir al universo entero nos hace analizarnos como seres humanos desde una posición menos rigorista, comprender nuestra realidad de otra forma –muchas veces más clara– y descubrir que “aquellas pequeñas cosas” que hemos normalizado y naturalizado –como la violencia o sentirnos inseguros al caminar por la calle a cualquier hora– no son  normales y que es posible cambiarlas. Hemos aprendido que los viajes también permiten crear conciencia social y hasta política, ya que a veces es necesario ocupar el espacio del otro con el propósito de despertar y comprender que exigir derechos básicos como vivir en un ambiente seguro y sano no es algo que deba esperar hasta finales de sexenios.

Para hacer de la experiencia algo redondo, hay que buscar alojarse en casas de locales, que además de ser excelentes opciones en precio, nos permite ser partícipes de sus rutinas y sus maneras de disponer de sus espacios, de compartir charlas espontáneas y conocer a sus familias, sus historias y su linaje. Sólo así podremos acercarnos a intentar entender su lenguaje o sus frases de cortesía y practicarlas frente a ellos como gesto de agradecimiento. Generalmente quienes abren las puertas de sus casas a las personas que deciden adentrarse en estas otredades son voces expertas en dar las mejores recomendaciones de lugares que no aparecen en ninguna guía turística por sofisticada que sea, y al final del viaje, uno no deja un alojamiento, sino un hogar y a veces una familia.

Ser un verdadero viajero es atreverse a trasladarse (y a veces perderse en el trayecto) en el transporte público que usa la población en general. El metro, los camiones, los trenes, los bicitaxis, los mototaxis (verdaderos kamikazes en Tailandia, por ejemplo, o esas extrañas adaptaciones llamadas “tuk tuk” del país asiático) nos permiten empaparnos del ritmo de vida local y nos ahorran muchos pesos de los taxistas cazaturistas. Caminar es otra manera eficiente de adentrarse en los lugares que probablemente uno nunca pisará arriba de un taxi o un tour guiado.

Usar el transporte público también nos obliga a agilizar nuestra mente con la finalidad de buscar soluciones –no es lo mismo el sistema para pedir un boleto en el Metro de la Ciudad de México que en Tokyo o en Bangkok–, lo que nos obliga a interactuar con otras personas con el objetivo de preguntar por direcciones, transbordos o tiempos de traslado, en una dinámica en la que quitarse la pena o la absurda resistencia a abordar a las personas es clave para dar el siguiente paso que nos hará sentir cada vez más integrados a una sociedad ajena, a una cultura que nos apropiaremos poco a poco, a un lenguaje que comienza a no ser tan complicado de entender. Ser local en tierra desconocida es una de las experiencias más liberadoras que existen para el ser humano.

Este tipo de contactos también enriquecen aspectos relacionados con nuestra conciencia del mundo, los problemas ambientales que vivimos y cómo cada sociedad busca plantear soluciones específicas –unas con más éxito que otras–, de las diferencias que nos imponemos entre países, de las contradicciones atraviesan regímenes de gobierno, religiones y sociedades, hasta la manera en que trazamos nuestras ciudades y calles, o en cómo preparamos un alimento que jamás pensamos podría combinarse de otra manera, y entonces descubrimos algo completamente nuevo y diferente.

Viajar con los ojos y la mente abierta es una experiencia de vida que genera procesos internos de conciencia en los que el sujeto comienza a cuestionar prejuicios y tabúes que suelen llegarnos de la familia y nuestra sociedad que terminan fortalecidos en los medios de comunicación y la mercadotecnia, que buscan establecer una realidad general aplastando las expresiones individuales. Cuando comprendemos esto, la mente despierta y comienza a generar nuevas ideas, a elaborar relaciones y comparaciones que derivan en nuevas estructuras de pensamiento. Una libreta –y un buen libro– es imprescindible en un viaje de estas características, ya que ahí podemos plasmar todo aquello que observamos, sentimos y pensamos al estar inmersos en esa otredad.

La tecnología como facilitadora es una herramienta excepcional que (con un poco de nuestro tiempo para investigar) nos permite encontrar rutas turísticas amigables con el ambiente que permitan conocer un espacio de manera auténtica, buscar rutas con el propósito de llegar a los lugares donde comen los locales (mercados, fondas, puestos de comida) para atrevernos a probar la gastronomía local y todas las excentricidades que uno encuentra en rincones insospechados. Como mexicanos, el estómago nos permite este lujo que puede darnos gratas sorpresas, y si se extraña el picante, siempre habrá espacio en la maleta donde quepa un par de latas de chiles.

Ejemplo de toda esta variedad de posibilidades para interactuar y descubrir es Tailandia, ese país asiático en el que está basado este relato y donde los coautores de este artículo decidimos pasar nuestro viaje de bodas. Pese a que pudimos haber desplegado banderas hacia países que atraen desde el nombre, como Cambodia, Birmania, Vietnam y Laos, optamos por quedarnos en el país de los elefantes y el pad thai y únicamente hacer una pequeña escala en Tokyo –una ciudad que funciona como relojería suiza– que nos permitió visitar lugares como el emblemático cruce peatonal de Sibuya y la estatua del entrañable perro Hachiko usando su eficiente transporte público en cuestión de pocas horas.

Así, decidimos adentrarnos por completo en una cultura fascinante (la tailandesa) donde descubrimos una monarquía omnipresente en la vida de la gente, fastuosos monumentos en torno a buda que contradicen la esencia misma de una religión que apela a la vida sencilla y sin ataduras materiales, a monjes en las calles que pueden ser vistos como vividores de un sistema religioso en el que la sociedad regala el sustento del día a estos predicadores que, en muchos casos, han encontrado bajos sus túnicas naranjas la manera de abandonar condiciones de pobreza extrema.

¿Por qué decidimos viajar a lugares como Tailandia? Quizá de entrada no lo sabemos exactamente. Exuberancia, aventura, elefantes, pad thai y aguas cristalinas son quizá las primeras imágenes que vienen a la mente cuando esta idea se inserta en la cabeza y comienza a crecer, sin más, como virus que se propaga en un software. Ya tocará a cada quien escoger su propio viaje y su propia experiencia personal a vivir. 

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