Periodismo imprescindible Jueves 18 de Abril 2024

Venezuela y los restaurantes en plena crisis humanitaria

Llenar el vació emocional que deja vivir actualmente en Venezuela con un plato lleno de comida pagada a sobreprecio, y elaborada con ingredientes contrabandeados, nunca había sido tan revolucionario
17 de Junio 2018
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POR JULIÁN VERÓN

Recuerdo estar manejando el auto de mis padres con el volumen de la radio muy alto, en cualquier noche por mi ciudad de nacimiento: Maracaibo, Venezuela. Uno de mis ejercicios favoritos era estar pendiente de los alrededores de la ciudad para ver qué restaurante nuevo abría, ya que como a todo ser humano de bien me fascina comer en lugares nuevos cada vez que mi terrible salario me lo permite.

Cuando veía un restaurante nuevo, solía abrir las notas de mi celular y escribía su nombre con el propósito de tener una lista gigante de restaurantes y disfrutarlos con alguna cita o con mis amigos. Soy esa clase de persona.

Todo mi dinero lo gastaba en comida y bebida, ya que vivir en una ciudad con tantas deficiencias, poca oferta cultural y terrible calidad de vida provocaba que lo único que hiciera que valiera la pena despertarme de mi cama con cubrecama de pelotillas de futbol, fuera intoxicar mi cuerpo con hermosos platos de comida y muchísimo alcohol. Y así como yo, pensaban todos mis amigos y conocidos.

Vivir en Venezuela es lo más parecido a estar en un constante estado de estrés y ansiedad, y una de las cosas que ha sido ocultada con el tapete político y la crisis migratoria es la cantidad de enfermedades mentales que ha disparado la situación venezolana. Pero en este texto no hablaré de eso.

“Buscar el placer en la comida y bebida como finalidad es un consuelo emocional: vivir en un país con tantas imposibilidades económicas hace factible el uso de los alimentos como forma de afrontar las emociones negativas”, me explica Ana Garcés, psicóloga con treinta años de experiencia. Además, me dice que es mucho más fácil que comamos de más si estamos pasando por un terrible momento emocional. “No hay explicación fisiológica, cuando hay alteraciones del estado anímico o situaciones de mucho estrés se dispara la ansiedad y nos hace comer de más. Es común confundir al hambre con la ansiedad”.

Venezuela es un país cuya inflación está desbordada, y “está creciendo a un ritmo de un 2.4 % cada día”, según el diputado Rafael Guzmán, presidente de la Comisión de Finanzas de mi país. Para que se hagan una idea: el 2.4 % corresponde la inflación que tiene Chile al año.

Hay una crisis de desabasto y escasez de alimentos tremenda, y hasta problemas que no se veían en el país, como la hambruna, hoy en día son realidades. Diversos organismos internacionales han definido que el 30 % de la población de Venezuela está desnutrida. Además, la Encuesta nacional de condiciones de vida de la población venezolana (Encovi) 2017 reveló que 87 % de los hogares venezolanos se encuentran en condición de pobreza, y que en 80 % de estos se ingieren dos o menos comidas al día.

“No hay mejor negocio hoy en día en Venezuela que el de la comida. La gente no tiene dinero para salir del país, comprar ropa o viajar. Es muy triste, pero es la inversión con mayor probabilidad de ganancia que existe hoy aquí”, me dice Juan Colmenares, comerciante dueño de dos restaurantes de sushi en Las Mercedes, una de las zonas más concurridas de Caracas.

“El precio de un roll de sushi de 10 piezas es de uno o dos salarios mínimos, entonces podríamos decir que con que una persona coma ese plato y se pague una bebida, se pueden pagar salarios”.

Es difícil entrar un poco en el día a día de la sociedad venezolana y entender cómo siguen abriendo restaurantes a un ritmo de Ferrari en Fórmula. Antonio Berardinelli, dueño de un restaurante italiano con más de treinta años de antigüedad en Maracaibo, dice que la única razón por la que siguen operando exitosamente es “porque no hay otra cosa mejor para hacer en la ciudad que comer”. Además, “ningún negocio seguiría abierto por gusto, si seguimos operando es porque las ganancias lo justifican”.

¿Cómo mantienen los restaurantes sus anaqueles llenos de productos básicos, que para la población venezolana son imposibles de conseguir? Pues fácil: traficantes de comida (bachaqueros) o contactos en distribuidoras de alimentos a precio regulado por el gobierno. “Cada dueño de restaurante o negocio que tenga comida debe tener algunas personas que ayuden a que su local esté siempre lleno. Cuando me hace falta azúcar, llamo a mi bachaquero de confianza y compro por kilos. Comprar al mayoreo es más fácil que comprar individual, y si llega a ser otro producto que me hace falta, pues siempre tengo que tener dinero disponible para pagarle a oficiales. Varias veces he autorizado pagos a militares que vigilan el tráfico de comida para que todo esté en orden en mi local. Económicamente vale la pena”.

Mis citas en Venezuela consistían en ir a cenar, tomar muchísimo, y luego ir a coger. Si era un fin de semana y, con muchísima suerte, contábamos con alguna fiesta en casa de algún amigo a quien no le tocaran cortes de luz, entonces íbamos a comer y beber pero en su casa. Salir a bares o antros es muy peligroso, y los precios de los tragos sobrepasan el salario de muchísima gente dentro del país.

Hoy que escribo estas palabras, el salario mínimo en Venezuela (2.5 millones de bolívares) equivale a tener un poco más de un dólar (cuyo valor en el mercado negro es de 2.3 millones de bolívares). “Una Cuba libre en cualquier lugar con precios relativamente estándares, no baja de los dos millones de bolívares. En los menús de comidas ya no les ponemos precios a los platos, porque eso significaría tener que imprimir menús nuevos semanalmente para actualizar precios. Ahora los comensales piden precios directamente a los meseros, o los escribimos con lápiz para poder borrarlos”, relata Pedro Aguirre, dueño de un pequeño bar en la avenida 72, una de las más concurridas e importantes de Maracaibo.

Mi psicoanalista no me dejó entrevistarlo, según él para no hacer otro tipo de conexión conmigo. Sin embargo, al yo contarle sobre mi experiencia al comer y beber en mi país, me dijo que incluso él llamaría eso “entendible”, ya que “ante tanta incertidumbre y ansiedad, los niveles de serotonina pueden bajar y de alguna forma hay que subirlos”. Aunque también me dijo que una salida más normal hubiese sido hacer ejercicio o liberar endorfinas de otra manera.

Se preguntarán, ¿por qué si hay escasez de alimentos en los anaqueles, no se vuelve al campo con el objetivo de sembrar nuestra propia comida? A ver: si googlean “agricultura sustentable en Venezuela”, obtendrán información del 2011 y 2015, no más. Y encontrarán planes a los que no se les dio seguimiento, o una especie de publirreportajes para el gobierno.

Como venezolano, sé que una de nuestras mayores características es disfrutar hoy y ver cómo se resuelve mañana. Muchas veces lo hice; prefería gastar todo mi dinero en un restaurante mientras en mi hogar no había agua o luz, para llegar al menos feliz e intoxicado de alcohol y olvidar lo que estaba sucediendo. Como si cuando recostara mi cabeza sobre mi almohada todo fuera a mejorar y al otro día la alacena de mi hogar y la de millones de venezolanos estuviera llena.

“No nos hemos ido del país porque la cantidad de dinero que hacemos vendiendo helados acá, jamás la haríamos en otro país. Ya lo intentamos en Puerto Vallarta y no nos fue bien. Los hábitos de consumo son distintos, los precios de la materia prima son más costosos y pagar salarios es mucho más alto. Un helado cuesta millón y medio. El más vendido es el de fresa”. Eso me dijo Leonardo Gutiérrrez, gerente de una de mis heladerías favoritas. Conclusión: dos helados de fresa pagan el salario mínimo de la persona que sirve el helado.

Mientras termino de escribir este texto, veo cómo varios restaurantes de mi país siguen ganando miles de seguidores en Instagram, y veo más y más personas que van a consumir en ellos. Ahora, como inmigrante y parte del exilio venezolano, pienso cada vez más como extranjero y digo “¿pero cómo le hacen?”, cuando en mi subconsciente está la respuesta: yo mismo fui uno de ellos y dejaba todos mis ahorros en cada nuevo restaurante brillante de mi ciudad. Y es que llenar el vació emocional que deja vivir actualmente en Venezuela con un plato lleno de comida pagada a sobreprecio, y elaborada con ingredientes contrabandeados, nunca había sido tan revolucionario.

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