Periodismo imprescindible Jueves 28 de Marzo 2024

La vida después de la muerte

“México es la casa de la brujería”, me decía mi mamá antes de venirme a vivir acá. Siento que en este país ven a la muerte no como un final, sino como otra dimensión o realidad paralela, y fue en mi primer Día de Muertos que pasé en Coyoacán cuando entendí la fiesta a sus difuntos
28 de Octubre 2018
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POR JULIÁN VERÓN

Sólo una vez he tenido algo que podría decirse un contacto cercano con la muerte: un camión pasó a casi 100 kilómetros por hora a centímetros de mí; ni siquiera hubiese tenido tiempo de darme cuenta que iba a morir. Solamente de vez en cuando recuerdo esa oportunidad, y ya;  nada más.

Tampoco soy de los que seduce a su inconsciente o lo trauma pensando en cómo será su muerte. Mis padres siempre me dijeron que me portara bien en la vida terrenal para que a mi funeral asistiera mucha gente. Pero a mí, realmente, me da igual si asisten dos, tres o cero personas. Ni siquiera sé si quiero un funeral. Quizás sea mejor esparcir mis cenizas en algún lugar bastante común; una plaza, algo así.

Escribí esa terrible introducción sobre mi relación con la muerte porque es quien soy, aunque desde que me mudé a México he entendido que acá la muerte es algo casi igual de importante que la vida.

En México venden la muerte en el Seven Eleven, te la celebran en un pan dulce lleno de azúcar y la puedes encontrar hasta en santos. Y bueno, el famoso Día de Muertos. No lo entendía, para ser sincero. ¿Celebraban a sus muertos? ¿Por qué salían disfrazados como si fuera Halloween? Mi primer Día de Muertos en México me decidí lanzarme a Coyoacán desde temprano; platicar con la gente, ver sus altares y entender qué significaba realmente la muerte para ellos.

“Yo lo veo más como un día perfecto para celebrar a nuestros seres queridos que ya se fueron. Una celebración a que en algún momento existieron en este plano”, recuerdo que me dijo un señor de unos cincuenta y tantos años, de lentes negros y con una playera negra ajustada, mientras se comía una paleta de helado amarilla; imagino que de mango o naranja.

Mientras caminaba, encontraba altares muy diversos y extraños: llenos de botellas de licores, fotos, sombreros, ropa y hasta juguetes sexuales. Solamente hubo un altar que realmente sí movió algo dentro de mí: el de un niño de no más de dos años. El altar tenía sus juguetitos (recuerdo uno de Mario Bros) ropa muy pequeña y la cuna donde nunca más se meció. “Yo no sé si sería capaz de hacer un homenaje así”, pensaba mientras tomaba una cerveza medio fría en una mesa de un restaurante italiano bastante mediocre en el centro de Coyoacán.

Una de las meseras me sirvió mi pasta Bologna, ella estaba disfrazada totalmente de Catrina: desde la cara hasta los pies, y casi todas las personas que estaban caminando en esa colonia iban disfrazadas o con algo referente al Día de Muertos. Todos estaban en el mismo bando: celebraban a sus muertos, bastante alcoholizados y tenían una excusa más para fiestear. Porque claro, somos seres humanos y buscamos cualquier oportunidad con el fin de ahogar nuestras penas en cualquier cosa; es justo y necesario.

Antes de llegar a México no entendía el Día de Muertos y toda la parafernalia que hay detrás. México es un lugar mágico: para bien y para mal; además es un país con una cultura bastante casada con el esoterismo o cualquier explicación espiritual. “México es la casa de la brujería”, me decía mi mamá antes de venirme para acá.

Siento que en este país ven a la muerte no como un final, sino como otra dimensión o realidad paralela. Si no, no puedo explicarme cómo una familia en las afueras de una casita en alguna calle de Coyoacán que no recuerdo su nombre (soy extranjero, recuerden) estaba sentada en varias sillas plásticas blancas, y en una de ellas montaron el altar. No tuve ni qué acercarme a preguntar, una amiga mexicana con la que estaba ese día me dijo: “Eso lo hacen mucho, se juntan las familias y ponen el altar de algún muerto para recordarlo: hablan de sus costumbres, lo recuerdan, y se ríen de cómo era en vida”. “Esto es una gran fotografía”, dije; saqué mi Iphone y capturé el momento. Era algo bien sacado de algún guion cualquiera de Tim Burton, pero en la vida real (México, le llaman).

Crecí respetando poco la muerte. Nunca he llorado en ningún velorio de familiares, y tampoco he sentido lo que es una muerte de un ser querido cercano o pareja; no me ha tocado, sin embargo, mientras más viejo me pongo y más dolores de espalda baja tengo antes de dormir, sé que ese momento de ver cara a cara a la muerte. En algún momento morirán mis padres, en algún momento un ser querido bastante cercano desaparecerá, o podré vivirlo en primera fila y moriré yo.

Creo que luego de morir trascendemos, nos vamos a otro plano, a otro lugar. Creo que el universo es una bola de energía tan compleja que es bastante difícil aceptar que luego de estas horas y días prestados no hay más; aunque casi nunca tengo la razón en nada.

Casi terminaba mi primer Día de Muertos, mi amiga y yo nos sentamos en una cantina a platicar sobre todo lo que habíamos visto en esa jornada de muertos. Recordé mucho el disco de Fito Páez El amor después del amor, ya que me pareció básicamente el mismo concepto. El día de muertos es la muerte después de la muerte, o cómo escuché varias veces “la vida después de la muerte”; es encontrarle respuesta a la pregunta más redactada por todos en nuestras cabezas: “¿Habrá vida después de la muerte?” Y sí: en México sí la hay.

La vida después de la muerte es el altar encima de la sillita blanca que cierra el círculo familiar, el Mario Bros de ese niño de no más de dos años, y la pintura en la cara de todos y todas para dibujar alguna Catrina. No podría existir vida más triste y pálida que una que no se celebra después de la muerte; porque claro, nadie muere realmente si se recuerda a diario, sólo deja de existir en este plano. En México, quizás, entendieron esto más rápido que en cualquier otro lugar del mundo, y no hay nada más maravilloso y surreal que esto. El Día de Muertos es la vida después de la muerte.

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