Revista Cambio

Se llama depresión

Por: Irma Gallo

A menudo, cuando era adolescente, Eva sentía que no encajaba. Mientras todos sus primos se divertían con la película que habían rentado en el videoclub, o salían a andar en bici, ella prefería encerrarse en su cuarto. Se acostaba y veía fijamente el techo; ahí podía quedarse durante horas, sin ganas de hacer nada.

Había épocas en que esa sensación de extrañeza, de no pertenencia, no era tan fuerte; incluso le permitía sobresalir en la escuela. Sin embargo, en cuanto rompía con algún novio o se peleaba con una amiga, o con su mamá o su hermana, todo se volvía negro otra vez. Ya sabía lo que venía: un cansancio extremo, a veces acompañado de una sensación como de cuerpo cortado, como si tuviera gripa, mucho sueño y un hambre que no se saciaba con nada. Y por supuesto, empezó a subir de peso.

La comida la aliviaba, por lo menos momentáneamente, pero luego se veía al espejo y se sentía todavía peor: no se reconocía en esa figura fofa, siempre vestida con sudaderas o blusas amplias.

Por fin, a los 20 años de edad, Eva decidió vencer el miedo de que la gente pensara que estaba loca y comenzó a asistir a terapia psicológica. Esa sensación de anormalidad que la había acompañado toda la vida ya la tenía harta. La psicóloga, una mujer delgada, de ojos grandes, cuyo nombre ya no recuerda (como muchas otras cosas que su mente ha bloqueado a lo largo de su vida), le dijo que “no creía en los medicamentos” para tratar la depresión y que con la pura terapia iba a ser suficiente.

Pero no lo fue. Eva dejó la terapia dos años después, y esos episodios de desgano, cansancio, apatía e irritabilidad sin razón aparente no la abandonaron; se iban por momentos, aunque siempre regresaban.

Algunos años más tarde, y sólo después de haber experimentado por primera vez un ataque de pánico (taquicardia, dificultad para respirar, mareo), Eva decidió que era tiempo de consultar a un psiquiatra. El doctor que le recomendaron la escuchó, como habían hecho todos los psicólogos a los que había visitado a lo largo de su vida, pero también le explicó que un caso como el suyo, de depresión crónica, necesitaría tratarse con medicamentos.

A partir de entonces, Eva no sale de casa sin tomar su antidepresivo todas las mañanas. A sus casi 46 años de edad ha empezado a hacer ejercicio constantemente. Siente que poco a poco empieza a retomar el control de su vida, aunque haya días más difíciles que otros.

ES REAL

La depresión es un trastorno mental que se clasifica en el rubro de las emociones, y es a través de distintos síntomas que se puede distinguir entre una tristeza o melancolía y un trastorno afectivo que requiera medicamentos para modificar los químicos necesarios en el sistema nervioso central, explica la psicóloga Adriana Peña, especialista en análisis existencial y logoterapia.

Sin embargo, respecto al estado depresivo de una persona, algo que prende focos rojos a los especialistas es que “quiera atentar contra su propia vida”. Y si esto sucede, es necesario internar al paciente a fin de volver a equilibrarlo.

Pero, insiste, es importante distinguir siempre si se trata de una depresión o de un estado pasajero de melancolía, pues hay eventos en la vida cotidiana que nos pueden llevar a experimentar una tristeza “normal”, por ejemplo: terminar una relación amorosa, ser despedido de un trabajo o perder a un ser querido. Aunque la tristeza que se experimenta por este tipo de eventos tiende a pasar, a quedar atrás.

En cambio, cuando la persona ya no puede expresar lo que siente, no quiere trabajar, no quiere convivir, se aísla, ya es un signo de alarma, advierte la especialista.

TRABAJAR CON DEPRESIÓN

Tener que ir a trabajar, pese al sentimiento de incapacidad, también se vuelve complicado para quienes padecen depresión.

El abogado laboralista Roberto Bravo explica que el Instituto Mexicano del Seguro Social es muy renuente a otorgar incapacidades por depresión “pues son trastornos difíciles de diagnosticar”.

Si a esto agregamos que a la mayoría de las personas que la padecen les cuesta trabajo reconocerlo frente a los demás, dado el estigma con que se señala a la enfermedad mental, las cosas se complican todavía más.

Al respecto, Adriana Peña advierte que es más valiosa la vida que cualquier estigma. Además, las personas más creativas en este mundo, las que más nos han beneficiado, dice, en algún momento han sido tachadas de locas.

Otros síntomas útiles para diagnosticar la depresión son las alteraciones del sueño y los hábitos alimenticios. Como le sucedía a Eva, por ejemplo, cuando empezó a comer de más.

Todo se reduce, concluye Adriana, a saber pedir ayuda a tiempo y atrevernos a ser felices, porque a veces estamos tan acostumbrados a la tristeza y a las emociones negativas, que nos cuesta intentarlo.