Desde hace tres años y hasta la fecha, el cine de terror ha tenido tantos aciertos que se ha convertido en un género con cosas más interesantes qué decir en comparación a otros géneros (con la siempre honrosa excepción del cine documental, claro).
Títulos como It Follows (2014), The Babadook (2014), The VVitch (2015), RAW (2016), Get Out (2017) han demostrado que el terror posee una capacidad de reinvención fascinante, al grado de tocar temas tan importantes como el mito de la Norteamérica postracial en plena era Trump, el mito de la maternidad como epítome de la feminidad o el miedo a la otredad, ya sea monstruo, zombi o inmigrante mexicano.
Con It Comes at Night (Viene de noche, por su título al español), el género ahora toca el tema de la paranoia contra los que vienen de fuera, los vecinos, los otros que sabemos que están ahí pero cuyas intenciones no conocemos. Es, sin ir más lejos, el miedo que el presidente Trump explota cada que habla del terrorismo y pone como solución única el muro. Aislarse como forma de sobrevivir.
It Comes at Night inicia donde usualmente las películas de terror terminan: con la muerte de un ser querido. La ventana se abre y lo primero que vemos es el close-up al rostro de un anciano. En su cara se adivina la enfermedad que lo carcome y el miedo que lo paraliza. La toma poco a poco se abre, su hijo y su nieto –con máscaras de oxígeno en la cara–, se despiden de él para luego ejecutarlo con un tiro en la cabeza.
Se trata de una familia. Papá, mamá e hijo. Viven en una gran casa de madera en medio de un bosque que se encuentra en algún lugar desconocido. Sabemos que algo muy malo ha pasado con la humanidad, pero no hay más explicaciones. Lo cierto es que muchas familias como esta viven aisladas, con poca comida, poca agua, y la paranoia latente sobre un posible contagio del exterior. De ahí que la precaución de usar máscaras de oxígeno, de ahí la decisión tan fría y escabrosa de terminar con el abuelo, ya contagiado, y sin posibilidad de cura.
El líder y padre de familia (Joel Edgerton), mantiene un estricto conjunto de reglas que todos deben seguir: no dejar dos puertas de una misma habitación abierta, no salir sin armas, llevar las máscaras de oxígeno, no explorar el bosque hasta ciertos límites y muchas más. Es como si El castillo de la pureza (1973) de Ripstein se hiciera realidad.
No obstante, esta paz dura poco. Alguna noche un individuo llega al lugar y es capturado por la familia. Se trata de un sobreviviente que explora, dice, en busca de agua para su hijo y esposa. Por supuesto, la paranoia incesante juega en su contra, ¿cómo saber si es un truco?, ¿cómo saber si no es una trampa a fin de apoderarse de la casa y de la comida?, ¿cómo saber si dice la verdad y una familia allá afuera sufre sin que nadie ayude?
Los puristas del género probablemente tengan sus dudas. Y es que a pesar de la magnífica atmósfera, siempre ominosa y oscura, que logran tanto el director Trey Edward como su cinefotógrafo Drew Daniels, estamos en una película de terror donde todo se sugiere, aunque en realidad nada existe: no hay zombis, no hay bosque embrujado, no hay casa encantada. Sin embargo el público está en vilo, la tensión crece y crece, la apuesta sube. Lo que perturba no es el monstruo, lo que inquieta es el ser humano y sus decisiones.
Por supuesto, eso no es nuevo: Kubrick, Carpenter, Romero, todos ellos han mostrado en su cine de terror que el ser humano siempre era el peor de los monstruos. El aporte de Edward en todo caso es coyuntural. El exterior podrá ser un lugar hostil, mas cuando la paranoia gana, el enemigo entonces ya está adentro. El subtexto podrá parecer obvio, pero no por ello deja de ser necesaria una cinta como esta en el momento que, para la nación más poderosa del mundo, la única política exterior consiste es pertrecharse y disparar contra cualquiera que ose acercarse.