Periodismo imprescindible Miércoles 24 de Abril 2024

Un día como hoy se inauguró el Estadio Azteca

29 de Mayo 2020
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El día que Diego Armando Maradona alzó aquella copa de hombres derretidos en oro macizo, la asunción de su cuerpo y su alma a la inmortalidad fue bendecida por el panteón azteca. Huitzilopochtli, con jurisdicción en el empobrecido barrio de Santa Úrsula, aceptó gustoso la consagración de un Ícaro bonaerense que aún tendría muchas caídas que sortear. Era un México en escombros, maquillado en polvo y sangre, de varillas torcidas y fuegos incontenibles.

Era el México grisáceo, deprimido, el que se difuminaba tras la persiana de Televisa, el de la melodía empalagosa de Timbiriche, el que había dejado de reírse cuando se reconocía frente al espejo. 16 años atrás, Pelé también fue ungido mientras Quetzalcoatl, serpiente emplumada, rodeaba su cuerpo semidesnudo en ascenso al firmamento. En Santa Úrsula, reza la leyenda, anidó todo el fuego que escupió el volcán Xitle. Del sedimento, piedra caliza y montones de granito, surgió el Coloso.

Dominante del sur de la esquizofrénica Ciudad de México, el Coloso de Santa Úrsula, rodeado de callejuelas polvorientas y misceláneas a medio demoler, tiene la majestad de un volcán en reposo. En su explanada reposa un sol rojizo, como en pleno nacimiento. Gigante de mil patas de concreto y una coraza abierta, domo volcánico, iluminada para las noches de gala, las noches de lava y ceniza.

El Azteca es la medida de todas las cosas y en él caben todos los sueños. Los de un país que seca sus lágrimas cuando se da cita en él. Su grandiosidad es el cobijo mexicano ante el desasosiego. Juan Pablo II lo supo y su homilía en 1999 expió al país de sus pecados y sus traumas.

El Estadio Azteca es inmenso porque inmensos son sus recuerdos. Le cabe tanta épica. Es el gol de Arlindo, que rompió el listón, y los lamentos de Pereda por el bronce perdido ante Japón en los Juegos Olímpicos 1968.

Es el silencio de Tlatelolco. El desfile, dos años después, de 16 naciones bajo la mirada torva y la sonrisa de Gustavo Díaz Ordaz sostenida con ganchos, quien no pudo enjuagar la sangre de sus manos en el Coloso. Es el frenesí en guinda que desató el penal de “El Halcón” Peña contra Bélgica. Es el brazo pegado al pecho de Beckenbauer, casi palpándose el corazón mientras maltrecho sostenía al de la ‘Mannschaft’; la súplica de Schnellinger, el tiro cruzado de Riva, los cojones de Müller, el partido de todos los tiempos. Es el balón al piso, artesanía y jolgorio, la ‘alegria do povo’ del Brasil de Mario Zagallo: el colosal salto de Pelé, la cadencia de Tostao, la salva fulminante de Carlos Alberto después de una sinfonía, la más hermosa de todas. Es la magia de Reinoso y Borja con el América; el arte de Bustos, Guzmán, Quintano, Muciño con la Máquina azul; el señor-gol (parte I) de Hugo Sánchez a La Volpe; la suave atajada de Miguel Ángel Zelada en el único América-Chivas que llegó a final. El rugir, el estrépito, la apoteosis.

Y es el cabezazo de Quirarte que alivió a un país enterrado en escombros y llanto. Los abucheos que sepultaron al presidente Miguel de la Madrid en una inauguración aderezada con mariachi, colorines y lamentos. El enternecedor tijeretazo de Manuel Negrete, una primera encarnación escenificada del ‘sí se puede’ (que no se pudo, al final). Es el poema épico, con acento porteño, que recitó Maradona: molinete, caricia hacia dentro, caricia hacia fuera, fantasía, acto de ilusionismo, barrilete cósmico. Es un brazo extendido hacia la farsa y la inmortalidad; el gol que jamás debió contar y el gol que jamás habremos de olvidar.

El Azteca es el brutal cambio de ritmo, como acorde de Beethoven en la Pathetique, para destrozar a Pfaff: de sonatina a un golpeteo demencial sobre las teclas de marfil. Es la resurrección teutona, calcinada por el medio día ‘chilango’ y un acorde maradoniano, el pase preciso para la cabalgata eterna de Burruchaga. Y el Azteca es el jarabe tapatío de Cuauhtémoc Blanco. El cabezazo de Butragueño hacia la nada cuando el incipiente Celaya acarició su primer título de liga. La irrisoria pifia de Kalusha con las puertas del Palacio Nacional abiertas de par en par. El tiro raso de Giovanni Casillas para sellar un campeonato mundial entre la algarabía de un país que, hasta ahora, se ha conformado con que sus cadetes cumplan los anhelos que sus comandantes encuentran imposibles. El milagro encarnado en la silueta contorsionada de Moisés Muñoz: un gol como un grito de muerte.

El segundo que catapultó al América de Miguel Herrera y condenó al Cruz Azul a un embrujo sin solución aparente. Es el preámbulo de un conflicto bélico (la mal llamada ‘Guerra del Fútbol’) y el “templo sagrado” que inspira la mejor prosa de Caparrós y Villoro.

El ‘Templo Mayor’ fue el corazón de la antigua México-Tenochtitlán, un complejo de pirámides y centros ceremoniales donde los mexicas adoraban, principalmente, a Huitzilopochtli, su máxima deidad, patrono de la guerra y el sol. Antes tan sobrecogedor que impactó a los cronistas de la conquista española; hoy, el ‘Templo Mayor’ mexica es una ruina enclavada en el centro de la estridente Ciudad de México. Pero hay un sustituto. El nuevo ‘Templo Mayor’ también es ‘azteca’ (de nombre, al menos), también honra a los dioses, y se encuentra 16 kilómetros al sur del original.

En México, el Estadio Azteca es la medida de todas las cosas. Y donde caben todos los sueños.

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