Periodismo imprescindible Sábado 07 de Diciembre 2024

Sólo quería llegar a casa

Horas de angustia en medio del caos padecimos los que trabajamos en las zonas de Palmas, Lomas, Santa Fe y Polanco, aunque vivimos en el Estado de México. En medio de la tragedia, nuestro viacrucis fue para llegar a abrazar a nuestra familia
24 de Septiembre 2017
E22-E23
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POR JULIETA SÁNCHEZ

El puente peatonal parecía una cuerda movida por alguien. El Periférico estaba abajo, como un enorme estacionamiento. Había subido desde Horacio a fin de cruzar hacia Palmas. Mi destino era Santa Fe; acaba de hacer una entrevista. Sentí el primer movimiento a medio puente. Bajé zigzagueando y a media cuadra había gente parada en la recepción de un edificio. De inmediato aparecieron personas con chaleco que empezaron a acordonar el área.

Apenas dos horas antes, hubo un simulacro. Todos miraban hacia arriba, hasta que el movimiento cambió y se sintió como si alguien sacudiera el piso. Las lámparas parecían agacharse y erigirse como si hicieran reverencias, cual ramas de árbol mecidas por el viento. Quería huir de ahí, porque era una zona de edificios enormes, pero las calles estaban cada vez más llenas de gente. Caminé hacia Palmas hasta que a la altura de El Cardenal había más gente, y lo que se escuchaba eran las indicaciones de “¡No pueden regresar al edificio!”. El tránsito quedó bloqueado. No tenía certeza del caos que el terremoto había ocasionado, aunque ya empezaba a hacerme una idea. Se me ocurrió pedir un Uber y la aplicación indicó que el auto venía a 10 minutos, pero el viaje se actualizó, me asignó otro vehículo y el tiempo aumentó a 25. Así estábamos varios: tratando de movernos de ahí, sin embargo, la avenida ya era un estacionamiento.

Quise tomar el camión hacia Santa Fe, pues en ese momento todavía mi intención era regresar a la oficina, aunque era imposible. Me tranquilizaba que mi esposo ya había ido por mis hijas y ya se había podido comunicar con la mayor. Los camiones no paraban. Platiqué con unos repartidores de Uber Eats que comenzaron a recibir pedidos, pero no sabían qué hacer pues los restaurantes de la zona habían cerrado. Me dijeron que la aplicación se había caído. También me contaron que se había dañado una escuela en Polanco y que se habían caído varios edificios en la ciudad, en Taxqueña y Polanco.

Conforme caminaba, había cada vez más gente afuera de los edificios; no podían regresar y tampoco podían irse porque aún no les daban salida. Un señor que caminaba a mi lado me dijo: “ya le dije a mis empleados que se vayan a su casa, no tiene caso que estemos aquí”. Caminé, caminé y caminé, y todo el tránsito automovilístico estaba parado. Decían que estaban desviando los autos hacia Reforma, así que me moví hacia allá. Personal de Protección Civil cerró las calles de Polanco donde se oían los gritos de “¡Huele a gas!”. En este momento, el punto no era caminar sino decidir hacia dónde.

La solidaridad estaba en todas partes. A mi compañera de trabajo y su hermano, por ejemplo, que dejaron la oficina de Santa Fe y caminaron hacia Reforma, una patrulla les dio aventón hasta el norte de la ciudad. Una chica que trabajaba en un quinto piso tuvo que esperar dos horas para que le dijeran que ya se podía retirar.

En el Auditorio paré. La gente salía de la estación del Metro. El servicio, en ese momento, estaba suspendido. La fila para tomar un camión hacia Indios Verdes, que circula por todo Paseo de la Reforma, era inmensa. Me junté con otra tres mujeres a esperar. Transcurrió una, el Metro volvió a abrir y decidimos meternos. Era un mar de gente allí abajo, como cualquier hora pico, todos moviéndonos rápidamente. Mucha gente no sabía hacia dónde caminar, pero siempre había alguien dispuesto a ayudar explicando a detalle las conexiones, los transbordos. Un chico me dijo que trabajaba en Insurgentes y Río Churubusco, en un edificio de ocho pisos. Cuando hicieron el simulacro, la mayoría mujeres, lo tomaron a broma. Hicieron relajo aventándose y riendo. Y cuando fue el temblor casi rodaban, se pusieron histéricas y algunas cayeron. Al llegar al segundo piso las escaleras tronaron y salieron corriendo. Ya afuera, se oyó un tronido más fuerte y el polvo ya no los dejaba ver. Su edificio había quedado recargado en otro contiguo. Tuve esa imagen en mi cabeza durante el resto de mi largo trayecto.

Yo vivo hasta Ecatepec. Cuando ya estaba cerca de casa, en avenida Central, vi camiones de redilas subiendo gente a la parte trasera. No era la única que no podía llegar a abrazar a su familia y de pronto, como en un parpadeo, como si no supiera que habían pasado cinco horas desde el terremoto, yo estaba llegando a casa con mi familia. Me sentí por fin viva.

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