Por Rogelio Segoviano*
Hasta hace no mucho tiempo, cuando alguien mencionaba en una reunión familiar que le gustaría tatuarse un corazón con el nombre de su pareja, la foto de su mascota, el escudo de su equipo favorito, una virgencita de Guadalupe o simplemente algún pensamiento, no faltaban las voces discordantes de las personas mayores que nos advertían de no hacerlo, “porque los tatuajes sólo se los hacen los presos y los pandilleros”.
Y razón no les faltaba a nuestros padres, tíos o abuelos, pues hasta antes de la década de los 60 era socialmente muy mal visto tener un tatuaje. Incluso, un requisito fundamental en la mayoría de los trabajos –además de presentar la Cartilla del Servicio Militar y la Carta de Antecedentes No Penales–, era someterse a una inspección para comprobar que no se tenían tatuajes. Entonces no se hablaba de discriminación, libertad, tribus urbanas ni mucho menos.
Ya con el movimiento hippy de finales de los 60, los tatuajes se convirtieron en un símbolo de rebeldía y desafío a la autoridad. Se vivió entonces un primer boom del tatuaje en los países occidentales, pero no fue sino hasta los primeros años de la década de los 90 cuando llegó un segundo boom que no sólo les quitó la etiqueta de ser algo “negativo”, sino que además los convirtió en parte del mainstream. Lo malo es que con esa masificación , aseguran algunos sociólogos, los tatuajes perdieron su espíritu contracultural y transgresor.
Para Don Ed Hardy, historiador y artista del tatuaje, inyectarse tinta en la piel constituye un acto de afirmación sobre el propio cuerpo, pues nos permite experimentar que este es sólo nuestro y nadie puede controlar lo que hagamos en él. “Es una expresión de libertad”, dice.
Hoy en día, no hay un solo centro comercial en donde no haya locales o estudios que se dediquen a hacer tatuajes con diseños muy elaborados. Además, después de ser un trabajo artesanal muy “egoista”, en el sentido de que cada tatuador guardaba celosamente su técnica y nada más le transmitía sus secretos a su aprendiz, ahora hasta hay cursos y escuelas para aprender este arte.
Mary Kosut, doctora en Sociología por la New School for Social Research de Nueva York, dice que el tatuaje es una moda irónica justamente porque es para siempre: esa permanencia es un incentivo para que, en lugar de sencillamente “pasar de moda”, el tatuaje se resignifique a lo largo de los años.
A este furor por los tatuajes en la cultura pop se han sumado también infinidad de programas de televisión que muestran no sólo la vida de los llamados rockstars del tatuaje (Kat Von D, Ami James, Chris Núñez, Corey Miller, Dirk Vermin), sino que también vemos competencias para encontrar al mejor artista (Ink Master, Best Ink), para corregir errores de otros colegas (Tattoo Nightmares, Bad Ink) y hasta para conocer las historias detrás de cada dibujo en los llamados “lienzos humanos” (Miami Ink, Los Ángeles Ink, NY Ink). Y cada vez son más populares estos programas.
Casualmente, en 1991, cuando surgía este nuevo boom del tatuaje, dos turistas alemanes descubrieron una momia en los Alpes de Ötzal, cerca de la frontera entre Austria e Italia. La momia perteneció a un hombre al que los investigadores llamaron “Ötzi”, quien murió aproximadamente en el año 3300 antes de Cristo. El cuerpo de Ötzi tenía una particularidad, presentaba 61 tatuajes. Hasta la fecha, son los tatuajes más antiguos que se conocen.
*Periodista especializado en cultura.
@rogersegoviano