«Cuando ya no sea ni siquiera una memoria, tan solo un nombre, confío en que mi voz podrá perpetuar la gran obra de mi vida. Dios bendiga a mis viejos y queridos camaradas de Balaclava y los traiga a salvo a la orilla» (British Library Sound Archive). La grabación fonográfica de este mensaje de Florence Nightingale, una de las heroínas y santas de nuestro tiempo, cuyo segundo centenario recordamos ahora, fue realizada en 1890, para recaudar fondos a favor los veteranos de la batalla de Balaclava (1854) en el curso de la Guerra de Crimea. Ese atroz conflicto internacional (Rusia contra el Imperio Otomano apoyado por Gran Bretaña, Francia y Cerdeña, que duró desde octubre 1853 a marzo 1856, y que costó 700.000 vidas y otros tantos heridos) tuvo un solo aspecto positivo: el nacimiento de la moderna enfermería creada por Ms. Nightingale. Esta llegó a Crimea, en octubre de 1854, con 38 enfermeras voluntarias, coincidiendo con la batalla de Balaclava, de ahí su especial recuerdo en la grabación mencionada.
Florence Nightingale (Florencia, Gran Ducado de Toscana, el 12 de mayo de 1820-Londres, 13 de agosto de 1910) nació en un palacio florentino dentro de una familia británica aristocrática, políticamente influyente, moderna y rica y se educó de acuerdo a su época y sociedad en la Inglaterra hannoveriana, es decir, para ser esposa y madre, además de dama cultivada para brillar en la corte… solo que, aparte de literatura, música y danza, que tanto lucían en los salones victorianos, Florence se enamoró de las matemáticas, las ciencias y los nuevos estudios de estadística.
Al tiempo, experimentó una fuerte inquietud espiritual que la hizo pensar en recluirse en un convento aunque, conmovida por las lacras sociales del país, optó por formarse como enfermera, un trabajo que se consideraba propio de la clase trabajadora o de instituciones religiosas, por lo que tropezó con una fuerte oposición familiar. Finalmente, superando el enfado de su entorno, se formó en lo que por entonces se enseñaba a las enfermeras –administrar unos pocos fármacos, alimentar y consolar a los enfermos– y, tras rechazar varias proposiciones matrimoniales, realizó un largo viaje por Francia, Suiza, Italia, Grecia y Egipto buscando tanto definir su vocación cómo mejorar sus conocimientos: observa los avances médicos, las técnicas innovadoras y los cuidados posoperatorias, la higiene de los enfermos, la limpieza de las instituciones pudientes y la compara con la miseria de los hospitales de la beneficencia, y anota sus observaciones, conmoviéndose ante la situación de los enfermos pobres.
Hallándose en Lúxor (Egipto) define su vocación: «Dios me llamó por la mañana y me preguntó si haría el bien en su nombre sin buscar fama». Momento decisivo en su formación fue su experiencia en 1850, en una institución benéfica de Düsseldorf, regida por un pastor protestante y atendida por médicos y enfermeras voluntarias.
Pasó medio año cuidando a enfermos pobres y aprendiendo las técnicas médicas y sanitarias practicadas allí, siempre en la base de su programa de formación de enfermeras. Un notable impulso para su obra fue su designación como directora de una institución para enfermas en Londres, en el verano de 1843, donde puso en marcha el embrión de una escuela de enfermeras.
Un cuerpo de 100.000 soldados
Mientras organizaba la enseñanza y práctica de la profesión estalló la Guerra de Crimea, a la que Gran Bretaña envió un cuerpo expedicionario de cien mil soldados. Como en la retaguardia solo se podían practicar las curas más urgentes, los heridos de los diversos aliados otomanos eran trasladados a hospitales organizados en Estambul; los británicos, en concreto, a una instalación dentro de su base enclavada en el distrito de Scutari.
Al llegar el verano de 1854, una de las preocupaciones del secretario de Guerra, Sidney Herbert, era la pésima situación sanitaria de sus tropas, en la que se combinaban los efectos de la lucha, la deficiencia de las instalaciones, la pobreza de medios y los efectos del calor veraniego; a resolver su problema llegó la solicitud de su amiga, Florence Nightingale, de emplearse con sus enfermeras en un hospital de guerra.
Era una experiencia novedosa porque nunca antes la mujer había servicio en el Ejército, y controvertida: mujeres en un mundo de hombres en situación límite y, rizando el rizo, sirviendo en un hospital instalado en un país musulmán. Sólo la decisión y necesidad del ministro y el coraje de Florence vencieron los obstáculos y las enfermeras llegaron a Estambul coincidiendo con la riada de heridos provocada por la batalla de Balaclava, culminada por la militarmente disparatada «Carga de la brigada ligera», ennoblecida literariamente luego por el gran poeta Tennyson. Hallaron una situación nefasta: malas instalaciones, equipo médico insuficiente; medicamentos, escasos; higiene, nula; alimentación, inapropiada… Y ningún respeto por parte de los responsables médicos.
En el siguiente semestre perecieron cuatro mil ingresados, el 42% del total, en su mayoría de infecciones, tifus o disentería. Pero, en el epicentro de la enfermedad y la muerte, las enfermeras iluminaban la desolación, sobre todo, Florence Nightingale: nace la leyenda de «La dama de la lámpara»: «Cuando todos los oficiales médicos se han retirado ya y el silencio y la oscuridad descienden sobre tantos postrados dolientes, puede observársela sola, con una pequeña lámpara en su mano, efectuando sus solitarias rondas» (The Times). Sin embargo, los jefes médicos, cuya negligencia denunciaba, la llamaban «Flor del diablo».
En la primavera de 1855, una inspección impuso varias ideas suyas: limpieza de salas, fosas sépticas y letrinas, desinfección del complejo, mejora de la ventilación, alimentación apropiada al clima turco e higiene en su preparación… Logró que se abriera una lavandería y una cocina hospitalarias y de inmediato se advirtieron las mejoras dando paso a uno de los nuevos lemas sanitarios: aire, sol, agua y jabón. Los resultados respaldaron su trabajo e incluso logró abrir un laboratorio de patología para el personal médico.
El éxito de Crimea le franqueó muchas puertas y sus experiencias dieron lugar a un informe, elevado a la Comisión Real para la salud en el Ejército, demostrando que gran parte de las muerte de soldados heridos o enfermos se debía a causas ajenas a sus dolencias: inapropiada ubicación del centro, pésima situación higiénica, alimentación inadecuada… Su camino se despejó e, incluso, su prestigio le proporcionó un importante fondo económico que le serviría para fundar una escuela de enfermería, cuya primera promoción saldría en 1865, y que aún existe bajo el nombre de Escuela Florence Nightingale de Enfermería y Partería, estructurada dentro del King’s College de Londres.
La incomprensión, las calumnias, el desprecio dieron paso a la popularidad y reconocimiento de su obra. A partir de 1860 comenzaron a conocerse sus opúsculos sobre enfermería y hospitales, que sirvieron como la base para la formación de enfermeras durante medio. Participó en numerosas fundaciones e instituciones dedicadas a la sanidad y se vio colmada de honores y reconocimiento en su larga vida aunque estuvo ciega 15 años y postrada en una cama los diez últimos, pero nunca dejó de trabajar, de concebir mejoras e innovaciones en el campo sanitario.
Como epitafio a su extraordinaria obra, quizá ninguna alabanza tenga tanto peso como la del fundador de la Cruz Roja, el suizo Henri Dunant: «A pesar de que soy conocido como el fundador de la Cruz Roja y el promotor de la Convención de Ginebra, es a una dama a la que se debe todo el honor de esa convención. Lo que me inspiró a viajar a Italia durante la guerra, fue el trabajo de Miss Florence Nightingale en Crimea».