Por Mario Alfredo Hernández *
Vivir con una discapacidad es enfrentarse súbitamente a una realidad: el mundo que habitamos no está pensado para todas las personas. Existen dinámicas que excluyen y prejuicios que injustamente colocan miedo y dolor sobre quien la experimenta; vivir con una discapacidad es saber que no basta con los esfuerzos individuales para superar la desigualdad y la negación de derechos, y que uno puede morir en el intento si no reconoce la necesidad del cuidado, pero sobre todo, de recuperar la autonomía sin forzarse a encajar en el mundo, y mediante la construcción de un lugar auténticamente habitable para todos.
Hace poco más de cuatro años experimenté una depresión severa. No fue esa tristeza o irritación pasajera que hace que uno posponga el encuentro con la gente que nos hace sentir bien o la escucha de la música que nos gusta para el día siguiente, cuando uno amanezca de mejor humor. Yo sentí que mi relación con el mundo se había roto. Me escondía porque no quería que nadie detectara la tristeza crónica en mis ojos; las ideas aparecían distorsionadas, las palabras me rehuían, me sentía profundamente inútil. Muchos percibieron el cambio y tuvieron una actitud respetuosa de acompañamiento, pero no intrusiva; otros se alejaron porque –como alguien me dijo–: “La tristeza es contagiosa y no hay todavía vacunas disponibles”.
Una mañana de enero de 2012, mientras buscaba un pretexto para quedarme en casa a dormir el resto del día, encontré en la radio una nueva canción de Leonard Cohen, “Going Home”. Esta habla de la poesía como un recordatorio de que, a pesar de la tristeza y la ansiedad, se puede volver a casa con seguridad, sin miedo, despojados de las máscaras y los pesares con que nos obligan a vestirnos todos los días para ser funcionales. Y ahí comencé a pensar que necesitaba dibujar mi hoja de ruta para volver a casa. Por eso digo –sin ironía– que un día Leonard Cohen me salvó la vida.
El primer paso fue hacerme a la idea que la depresión no es una enfermedad, una tragedia o una manera de esquivar las responsabilidades. Que no necesitaba la compasión propia ni ajena, sino una estrategia para volver a hacer habitables desde mi particularidad aquellos espacios por los que siempre había transitado. Recuperar el camino a casa implicaba entender que la depresión ha sido una característica permanente de la especie humana, que la psicología y la psiquiatría ofrecen apoyos que deberían estar al alcance de todas las personas, sin miedo o vergüenza. La primera vez que fui al psiquiatra, simplemente cruzar el umbral del consultorio me parecía que era un camino sin retorno: el de aceptar que, en adelante, tenía que ser cuidadoso con quienes dejaba entrar a mis espacios, vigilar los signos que anunciaban depresiones futuras y hacerme de información para entender esa parte de mí que apenas empezaba a conocer –a pesar de tener más de 30 años.
Casi toda mi vida profesional ha transcurrido en ámbitos institucionales y académicos relacionados con los derechos humanos. La discapacidad no era un tema ajeno para mí. No obstante, tuve que experimentar lo que antes se consideraba una enfermedad o un rasgo de debilidad, y que ahora sabemos es una forma de discapacidad –la psicosocial–, para entender que esta coloca un lente de aumento sobre la fragilidad que define nuestra naturaleza humana.
La discapacidad es un rasgo de la diversidad humana, y solo se convierte en algo negativo cuando el entorno resulta adverso para el acceso a derechos y oportunidades. Desde la comprensión y la empatía, debemos permitir que las personas con discapacidades –temporales o permanentes– encuentren, como sugería aquella canción de Leonard Cohen, su camino de vuelta a casa, “un lugar que puede ser mejor que todos los del pasado”.
*Especialista en Ciencia Política y Derechos Humanos
@fumador1717