Periodismo imprescindible Miércoles 24 de Abril 2024

Vida hackiada

Cualquier persona que nos conozca un poco −o bastante− se puede tomar el tiempo de convertirnos la vida en una pesadilla
03 de Julio 2017
Especial
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Por Valeria Galván

¿Me hackiaron!, gritó Jorch antes de que soltáramos una carcajada y repitiéramos durante el acostumbrado café del mes la misma frase una y otra vez haciéndola chiste local de nuestro encuentro.

Jorge (así se llama, aunque es más divertido decirle Jorch) es fotógrafo y uno de mis mejores amigos desde hace muchos años. Siempre fue un adicto a las redes sociales hasta que su exnovia tuvo la brillante idea de utilizar toda la información que tenía de él para adivinar algunas de sus contraseñas y meterlo en varios problemas mientras él andaba feliz de vacaciones sin conexión. Tener ese fin de semana sin ninguna distracción digital fue una decisión que tomó Jorge a fin de  “encontrarse”, y ¡sí se encontró!, pero con un montón de broncas a su regreso.

Malena −su ex− sólo hizo las maldades típicas de una persona despechada, sin embargo, desde la perspectiva de él rayaban en las más terribles patologías que la ponían a la altura de la famosa novia psicópata. Para ella apenas era una “dulce” venganza por haberle quitado a Linus, ese lindo perrhijo raza pug, que ambos compraron cuando eran felices. Los detalles de aquella supuesta venganza incluían desde poner estados en Facebook con leyendas como “Estoy en el baño y no hay papel” hasta intervenir conversaciones con el propósito de fastidiarle cualquier intento de ligue.

Así supe que cualquier persona que nos conozca un poco −o bastante− se puede tomar el tiempo de convertirnos la vida en una pesadilla, pues hoy somos parte de una era sin escape que guarda todo aquello que le permitimos en ese lugar etéreo conocido como “la nube”, que más bien pareciera una deidad moderna. Jorch entró en una catarsis paranoica y tomó la decisión de dejar atrás la vida digital. No más Facebook, Instagram ni Twitter, pero ¡oh sorpresa!, se dio cuenta de que Google tenía sus datos y que no podía vivir sin Waze.

No pudo dormir al imaginar que alguna de sus fotos “sexis” llegaría a manos equivocadas. Dejó de pasearse en toalla por su casa y miraba con insistencia su smart tv mientras pensaba que los rusos lo espiaban.

Una tarde me escribió por whats −llevaba apenas tres días completamente offline−: “Creo que estoy cayendo en una paranoia y me la estoy volando. Por una o por otra cosa tengo que acceder a mis redes, ahí están mis clientes, mi book, ¡mi huella!”.

Puedo presumir que Jorch es muy inteligente, y después de su aprehensiva abstinencia de tres interminables días tomó la decisión de combinar lo mejor de cada era. Él vivió la transición análogo-digital y sabe que antes de Waze había algo llamado Guía Roji (sí, era un impreso) que nuestros papás usaban a fin de llegar a cualquier lado. Empezó a hacer mas consciencia sobre apagar los aparatos de su casa y desconectarlos si no los usa.

Dejó el teléfono a un lado al manejar para evitar hablarle tanto a Siri y dedicó algunos días a revisar qué tipo de información llegaba a su bandeja de spam y desactivó esos vínculos.

Hizo la debida limpieza en las redes sociales, bajó fotos que no eran de interés para nadie más que para él. Hoy Jorch sólo comparte lo necesario, tiene contraseñas difíciles de adivinar y disfruta “momentos análogos” al leer los letreros viales gigantes de color verde, y liga como en los viejos tiempos: en tiempo real.

Dejó de compartir −y presumir− en dónde comía, bebía o “disfrutaba de una velada” con el propósito de dedicarle esos minutos a las carcajadas de chistes locales con sus viejos amigos, los de carne y hueso, en la vida real.

*Buscadora de historias urbanas de sus contemporáneos millennials. Ponte atento, tu historia puede ser la próxima.

@VeraVanely

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