Periodismo imprescindible Viernes 26 de Abril 2024

Tim...   one more

El museo Franz Mayer parecía 
cualquier jardín donde vuela el mar sacado de su película más lisérgica y yo dejándome llevar por la absurda cantidad de vodka gratis que había consumido, 
me atreví a hacer lo que todos querían pero no hacían: buscar entre la multitud a Tim Burton
17 de Diciembre 2017
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POR JULIÁN VERON

Todas las fiestas relacionadas con el arte a las que he asistido en mi vida siempre se han caracterizado por tres cosas: peinados perfectos, zapatos que brillan, y alcohol. Al entrar y ver cómo el Museo Franz Mayer parecía cualquier jardín donde vuela el mar sacado de la película más lisérgica de Tim Burton, sabía que la noche iba a estar al menos divertida. Vasos cortos con gin tonic, gafas de sol a las ocho de la noche, y conversaciones de sobremesa o pasillos en los que se escuchaban discusiones sobre películas de Burton, aunque probablemente la gran mayoría de los seres humanos con abrigos negros que estaba en ese lugar habían visto nada más El hombre manos de tijera. La dulce levedad de querer pertenecer a como dé lugar.

Cosas como esta me hacen feliz, ver a pequeños duendecillos todos tratando de encajar como si de eso dependiera su última bocanada de oxígeno. El homo sapiens vive por momentos como este, esos en los que pueden hacer valer la pena todas las veces que practicaron frente al espejo aquel discurso que legitimaría las decenas de horas que pasaron en Google y Wikipedia leyendo reseñas de alguna obra de arte. Las desveladas y cigarros de más habían valido la pena.

En mi tercer vodka, patrocinado por una güera con tacones negros, abrigo marrón y cabello de dos días de peluquería, y ya con un nivel de embriaguez y amor al mezcal bastante elevado, caí en cuenta de que todo este show visual y psicodélico no había sido preparado para la gente común, corriente y terrenal que asistía a la inauguración, no. El museo Franz Mayer era una fiesta obsesivamente organizada para una sola persona: Tim. Era una celebración al ego y exigencias de Tomás, y cada cosa estaba minuciosamente supervisada por él, como si fuera una presencia omnipresente en todo el museo. Sus ojos con arrugas estaban siempre observando cada mínimo detalle desde algún lugar oscuro y lejano.

A eso de las 10 de la noche, como estrella de rock ochentera, llegó Burton al museo. Los flashes de las cámaras fueron la banda sonora que se completaba con sus propias manos aplaudiendo como foca a los muchos fans que hacían fila fuera del museo, bien lejos de Tim, para verlo lo más cerca posible sin que una pantalla de cine estuviese entrometiéndose. Tim caminó dentro del museo hacia su espacio reservado, sabía que lo esperaba aquel licor que solamente sus labios de casi seis decenas de agostos iban a tener la dicha de probar. Mezcales góticos y oscuros.

Cuando vi a Burton entrar, el aura que dejaba cada paso que daba era como el de una entidad divina que sabía que estaba tocando tierra fértil y su misión era bendecirla para que todos los demás presentes, los normales, pudiésemos sentirnos agradecidos de tenerlo de cerca por decenas de diciembres más. Una celebración a la existencia de Tim y su talento.

Y obvio, el rey Tomás no iba a hacer su entrada en el primer piso del museo, no. El rey estuvo arriba, en lo más alto, como si fuese un águila negra observando a todos los demás pajaritos ver su creación. Brindó, celebró su propia existencia, y dio comienzo a su fiesta. “It’s my party and I cry if I want to”, parecía cantar en su cerebro.

La ceremonia empezó con lo que Burton admira de la cultura mexicana: lucha libre, mariachis, tecuanes de Acatlán y concheros. En su cara irradiaba una felicidad oscurísima al ver a los luchadores pelear –por momentos fue muy tierno ver sus ojos iluminados–. Al acabar el show, y montarse un DJ de esos modernos, Tim se refugió en su lugar privado, en donde solamente las chicas y chicos más bonitos –o con mejores contactos– podían estar.

Ahí con Tomás sólo estaban las más guapas de las más guapas, y los más guapos de los más guapos. Yo miraba desde mi lugar, a unos quince metros de distancia, de piernas cruzadas, tomando mi sexto vodka mientras internalizaba todo lo que sucedía en la fiesta.

Pasaban meseros con flautitas para servir a la gente, y que así no olvidáramos que estábamos en el planeta Tierra, sin importar la elegancia y exclusividad del evento. “Al final del día todos nos llenamos las manos de tacos, así que sirvan comida normal”, debió haber pensado el director del evento. Yo preferí pasar de largo las flautas y comerme unas hermosas y preciosas tartas de plátano que aún extraño.

Es la medianoche, hora en que el hombre se convierte en lobo y nosotros, las personas naturales, nos dejamos llevar por nuestros impulsos y cometemos actos que para la gran mayoría son prohibidos y penosos. Penados en las tablas de los Diez Mandamientos que Dios le entrego a Moisés en el monte Sinaí.

Sin embargo, como siempre me he considerado un pecador sin arreglo, me dejé llevar por la absurda cantidad de vodka gratis que había consumido, y me atreví a hacer lo que todos querían pero no hacían: buscar a Tim Burton. Quizás me corrían de la fiesta, o caía Johnny Depp desde el cielo con tijeras gigantes a cortar mi cabello y castigarme, aunque ya a esta hora todo valía.

Hice contacto visual con Burton desde lejos, sabía que estaba muy cerca pero a la vez lejos, protegido dentro de su propia fiesta exclusiva por guardias y gente a la que le pagan el salario anual de policías por sólo trabajar unas horas. Llamé a un mesero, le pedí dos mezcales, y di 17 pasos para llegar a donde se encontraba Tim. Él, ya bastante despeinado y alcoholizado, se acercó a la gente con la finalidad de tomarse fotos, hacer caretas, reírse, y mostrarse terrenal. Dios había bajado a la Tierra y todos estábamos celebrando. Esperé mi turno y le dije, “Tim, one more”, señalando a los mezcales que tenía en mis manos, a lo que él por suerte asintió. Con su mano derecha tomó el mezcal, y juntos los dos nos dimos un trago de amistad festejando su vida, su oscuridad, y que un dios coyuntural estaba con un ser humano aceptando su licor barato. Tim Burton fue terrenal por doce preciosos segundos. Al final del día todos nos llenamos las manos de tacos… y de mezcal.

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