Periodismo imprescindible Viernes 26 de Abril 2024

Mi novia es un robot

Aunque el resto del mundo observa con curiosidad un guion narrado cientos de veces en el género de la ciencia ficción, en Japón la convivencia entre humanos y robots parece estar totalmente integrada. Algunas voces aventuran que en un futuro cercano estos humanoides serán también las parejas con las que compartiremos nuestra vida
11 de Febrero 2018
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POR LUCÍA BURBANO / LONDRES, REINO UNIDO

Para Vincent Clerc, ingeniero especializado en robótica, tener como pareja a un humanoide sucederá cuando se consiga superar algunas barreras, como la capacidad de procesamiento y percepción de los sensores y del aprendizaje automático, una inteligencia artificial que permite a las máquinas analizar datos y adquirir nuevos conocimientos. “Los robots ya pueden imitar y responder a ciertos comportamientos humanos, por lo que hay motivos para pensar que eventualmente desarrollaremos una conexión emocional que tal vez sea fruto de la percepción que tendremos de esa interacción. Si la máquina puede hacerte creer que lo que estás experimentando es humano, ¿por qué no pensar que realmente lo es?”, se pregunta.

“Existe una fascinación intrínseca a la idea de crear una máquina que se parezca, se comporte y piense como nosotros. Esto dice mucho sobre nuestra propia esencia. ¿Será que nosotros también somos máquinas?”, reflexiona John Danaher, coeditor del libro Robot Sex. Social and Ethical Implications y académico de NUI Galway en Irlanda. Como ya ha sucedido en el pasado, actitudes y realidades antes impensables acaban por convertirse en normales con el paso del tiempo. “Probablemente, la premisa con la que se trabaja en el campo de la robótica es que si se alimentan estos sentimientos y pasiones la sociedad acabará por aceptar cada vez más a los robots”, intuye.

La personalidad del robot

Clerc lideró el diseño de Pepper, comercializado por Aldebaran Robotics (ahora SoftBank Robotics) desde 2014 y el primer modelo humanoide capaz de percibir sentimientos y responder acordemente, gracias a unos sensores instalados en diferentes partes de su hardware –le permiten leer expresiones faciales y tonos de voz– conectados a su vez a una base de datos: el cerebro del robot. Mide 120 cm, pesa 28 kg, está fabricado con plástico y sus proporciones faciales recuerdan a las de un niño: una cabeza y ojos grandes para “despertar un sentimiento amigable”, explica el ingeniero.

El aspecto físico es una de las claves para diseñar la personalidad del robot. Cruzar la línea que separa una estética similar a la de una máquina de aquella que imita el físico de un hombre o una mujer es más complejo de lo que parece, y no a nivel tecnológico sino psicológico. La expresión “valle inquietante” se emplea en la robótica y animación 3D con el propósito de explicar cómo las réplicas antropomórficas que se parecen y actúan casi como uno de nosotros pueden causar sentimientos de rechazo e incomodidad.

Concebido para atraer clientes a los comercios, los usos de Pepper se han modificado, mostrando una variedad de posibilidades tan amplia como el abanico de usuarios que lo emplean. En Japón es habitual verlos cantando sutras budistas en funerales, y en Europa ayudan a que niños autistas mejoren sus habilidades comunicativas, y cuidan a los ancianos que viven en residencias. Esto es debido a que pueden programarse con la finalidad de llevar a cabo diferentes funciones, el segundo aspecto que completa su personalidad.

La intimidad que se genera en algunas de estas situaciones puede despertar sentimientos hacia estas máquinas que van más allá de su mera función, una “fantasía”, según Kathleen Richardson, experta en ética y cultura robótica, creadora del sitio web Campaign Against Sex Robots. “El mercado quiere persuadirnos de que esta tecnología puede relacionarse amistosamente con personas solitarias o angustiadas, pero jamás se comportará como un ser humano”, argumenta.

“Existen diferencias en la manera en que los individuos viven y modulan sus respuestas emocionales, pero está claro que el ser humano puede apegarse a casi cualquier cosa. Si este objeto puede actuar como un agente autónomo, la posibilidad de que este arraigo se convierta en algo más íntimo o romántico aumentará”, reflexiona Danaher.

El académico cita como ejemplo el funeral que los soldados estadounidenses celebraron por un robot empleado en Irak para desactivar bombas, una máquina que no tenía nada de humana y que aun así recibió prácticamente el mismo honor del que disfrutaría un soldado caído en combate. “Aquellos que físicamente se parecen más a nosotros despiertan más preguntas éticas y estéticas porque implícitamente dicen mucho de cómo hemos evolucionado y cómo nos comportamos con otros seres humanos”, alega el académico.

Tu robot no te ama

¿Pero la máquina me ama a mí? Según Richardson, la respuesta es clara: no. Es más, para la experta, el espectro de robots empleados en situaciones íntimas o sexuales reproduce patrones egocéntricos y de objetivación, especialmente hacia las mujeres.

“Los argumentos que defienden los manufacturadores son confusos y a menudo se basan en ideas muy superficiales sobre lo que nos distingue como seres humanos”, defiende. Relata una vivencia con un profesor de un laboratorio del Instituto Tecnológico de Massachusetts, quien le explicó que las relaciones se basan únicamente en nuestra experiencia y percepción de las mismas, por lo que cuando interactuamos con otra persona “no puedes estar segura del todo si esta es o no humana”. “La naturaleza del ser humano no es esa, ya que constantemente nos comunicamos e interactuamos con el otro, no es algo unidireccional”, clama la experta.

En el centro de operaciones de estos humanoides se encuentra la inteligencia artificial, capaz de programar varias personalidades que respondan con palabras, gestos o movimientos a diferentes situaciones: pueden identificar si alguien está contento o triste por el tono de voz o expresión facial, aprender cuáles son nuestras preferencias musicales o sexuales y responder acordemente. Cuando Pepper se empezó a comercializar en Estados Unidos, su carácter pasó de ser burbujeante a sarcástico, para adaptarse mejor a las preferencias locales. Clerc comparte que en Francia se asocia a este robot con una mujer o niña, mientras que en Japón sucede lo contrario.

Esta cuestión, la de género y la sexualización, será otra de las preguntas que seguirán al arraigo emocional. En Japón, por ejemplo, es común vestir a los robots y darles un nombre –el primer paso para establecer un vínculo emocional.

El ingeniero apunta que existe una generación de jóvenes que ya está acostumbrada a interactuar virtualmente en plataformas como los videojuegos, donde gracias a la simulación pueden moldear un personaje según sus gustos. “A medida que crezcan, esperarán relacionarse con las máquinas físicamente y de forma inteligente”, afirma.

Las personas de más de 30 años seguramente recordarán el Tamagotchi, la mascota virtual creada por Bandai en 1996 y que el usuario tenía que alimentar, limpiar, cuidar y entretener para que creciera sana y fuerte. El origen, más simple tal vez, de un apego y de la dependencia de la máquina hacia el usuario y viceversa.

Alrededor del mundo, los ingenieros están trabajando este aspecto, el de crear un vínculo real entre el ser humano y el humanoide. “Hay cosas que ya podemos hacer en el laboratorio, como procesar gestos más sutiles como el lenguaje corporal o las microemociones que revelan ciertos movimientos en nuestra cara, pero la dificultad es integrar todo esto en un solo robot. Precisamos de un hardware que logre abarcar toda esta tecnología y una capacidad de procesamiento lo suficientemente vasta que permita incorporar diferentes escenarios y entornos”, apunta Clerc.

Hasta que los científicos den con la clave, tendremos que conformarnos con películas como Her, Ex Machina o la serie Humans, cuyas historias son “esenciales” para Danaher, pues sirven de inspiración para que los expertos en tecnología y ética exploren las interrogantes que surgirán de esta nueva relación entre los seres humanos y las máquinas.

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