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Editorial

09 de Octubre 2017
Elizabeth Palacios
Elizabeth Palacios

Quienes hayan acudido como voluntarios, o incluso como curiosos, habrán podido constatar que tras el sismo que azotó la Ciudad de México el pasado 19 de septiembre, comenzaron a surgir iniciativas de profesionales de la salud mental que ofrecían de manera gratuita sus servicios para que la gente pudiera manejar el estrés postraumático.

Esa fue una de las grandes diferencias con lo que se vivió en la misma fatídica fecha 32 años antes, en 1985, cuando otro terremoto devastó la capital mexicana.

Sin embargo, al platicar con algunos de estos especialistas nos confirmaban que la gente dudaba mucho en acudir a recibir ayuda psicológica luego de la tragedia. Así, el sismo de 2017 nos ha revelado algo que probablemente muchos sabíamos: en México no existe una cultura de atención a la salud mental.

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Estigma, discriminación, desconocimiento, mitos y falsas creencias se suman al hecho de que hasta hace poco más de 20 años, las instituciones públicas de salud no contaban con áreas de atención psicológica, y que para llegar a consulta con un psiquiatra había que tener trastornos mentales severos. Así, durante muchos años, ir al psicólogo fue visto como “un lujo” o algo que sólo necesitaban “los locos”. Nuestros padres y abuelos lo dicen hasta la fecha: “En mis tiempos no había esas cosas, ahora para cualquier cosa van a terapia”.

Pero estamos en pleno siglo XXI, y aunque en apariencia las instituciones han reconocido que la salud mental es un componente integral y esencial de la salud, lo difícil todavía es que en la sociedad se tome conciencia de lo importante que resulta prestar atención a nuestras emociones y a la salud de nuestra psique.

La Organización Mundial de la Salud (OMS) va más allá y enfatiza: “La salud es un estado de completo bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de afecciones o enfermedades”, por lo tanto, prevenir e identificar a tiempo trastornos mentales debería ser tan importante como prevenir una caries o atendernos una gastritis, hacernos un examen rutinario con el propósito de mantener en orden nuestros niveles de colesterol o tomar vitamina C para que no nos ataque el virus de la gripa. La salud mental es mucho más que la ausencia de trastornos o discapacidades mentales.

Así, consideramos “normales” a las personas que no tienen un diagnóstico de algún trastorno mental; no obstante, enfermedades silenciosas como la depresión o la ansiedad crecen a pasos agigantados, sobre todo en las grandes ciudades y, muchas veces, la negación, el miedo a la discriminación y la falta de políticas públicas enfocadas a garantizar el derecho a la salud mental, ocasionan que las personas piensen que estar triste todo el tiempo, tener pesadillas o ser agresivo es “normal”, y todo se le achaca al estrés.

Sin embargo, la OMS enfatiza que una persona con plena salud mental es capaz de enfrentar el estrés normal de la vida, trabajar de forma productiva y de contribuir a su comunidad. En pocas palabras, la salud mental es el fundamento del bienestar individual y del funcionamiento eficaz de la sociedad.

Una tragedia como la que acabamos de vivir provoca que todas las personas que vivimos en las zonas afectadas por los sismos recientes, incluso si no estamos en la lista de las víctimas directas o las personas damnificadas, experimentemos estrés postraumático, y probablemente tendremos pesadillas, cambios de humor o episodios de angustia.

Esta edición está dedicada a profundizar en estos temas con el propósito de entender mejor las heridas invisibles que escondemos en lo profundo de nuestra mente. Dar el primer paso y encargarnos de nuestra salud mental será un invaluable aporte para la reconstrucción, porque no todo consiste en levantar edificios caídos, también hay que reconstruirnos el alma.

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