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La La Land

Un musical que apuesta no por la nostalgia que vende por romántica, sino por la que confronta a una generación donde el sacrificio es impensable y la gratificación inmediata es la meta diaria
06 de Febrero 2017
La La Land
La La Land

S iete Globos de Oro y catorce nominaciones al Óscar la ponen al nivel de Titanic de James Cameron, amén de toda una efervescencia en las redes sociales que reclamaban a la distribuidora (Corazón Films) el haber retrasado el estreno de la película en México (programado originalmente para el 6 de enero). Pocas veces una película (¡un musical!) genera tantos comentarios, tanto entusiasmo, y sí, tanto odio por gente que no se quiere subir al barco y tacha a la cinta como nefasta.

¿Realmente La La Land es ese dejo de virtudes que tanto premio presupone?, ¿verdaderamente es un producto nefasto y aborrecible como insisten sus detractores?

Lo cierto es que se necesita ser de un cinismo muy duro como para no reconocer el encanto de una cinta como La La Land. Tercer largometraje del treintañero Damien Chazelle, esta no es sino una pieza más de su pequeño legado autoral cuya línea argumental es muy clara: para Chazelle el cine y la música van de la mano, su pasión por el jazz se expresa en las palabras siempre vehementes y apasionadas de sus personajes (“el jazz es una batalla… es el futuro”) mientras que su pasión por el cine se expresa en cada uno de los fotogramas de esta cinta. Aquí conviven la era dorada de Hollywood con la Nouvelle Vague, el jazz con el musical típico de Broadway (aquel sorprendente show stopper del inicio), la comedia romántica y el drama, la energía del showman con la sensibilidad del artesano.

Llena de gozo ver cuando un director hace la tarea, y Chazelle es un alumno aplicado: son reconocibles por todo La La Land las referencias que van desde Woody Allen, Michel Gondry, Paul Thomas Anderson, Charlie Kaufman, hasta las más obvias como Singing in the Rain (Donen, 1952) y Les parapluies de Cherbourg (Demy, 1964). Pero con esto no debe entenderse a La La Land como un pastiche de referencias que se avientan a la cara del espectador, al contrario, aquí hay homenaje, admiración y reconocimiento a todos ellos, pero también hay adopción. Chazelle es ya un autor, y su cine comienza a ser reconocible por sus muy marcadas obsesiones; la mayor de ellas es el debate entre arte, pasión y sacrificio.

La fuerza optimista propia del género –in crescendo con cada número musical estupendamente montado, lo mismo mediante un plano secuencia o una cámara anfibia (extraordinaria cinefotógrafo Linus Sandgren)– va acompañada, poco a poco, por un flujo en ruta inversa, melancólico, casi ominoso, que tomará por asalto la cinta hasta llegar a un final devastador, cruel pero congruente, que inevitablemente acribilla a la audiencia. La música, que en un principio endulza el oído y maravilla la vista con números de baile perfectamente ejecutados, se convierte en una navaja incisiva: aquel solo de Emma Stone que rompe el corazón y el final que no es sino el resumen de la crueldad inherente de la cinta. Todo sueño tiene un costo, todo arte requiere sacrificio.

Y ese mensaje es, probablemente, el que tiene tan enojados a los detractores. Más allá de las resistencias previsibles (¿cómo puede ser buena película si es un musical?, ¡un musical!), lo cierto es que la filmografía de Chazelle va en contracorriente de toda una generación: los millennials. Al contrario de ellos, Chazelle no entiende la vida sin sacrificio. En Whiplash, su anterior cinta, el protagonista (un aspirante a baterista de jazz), deja a la novia, odia a sus parientes frívolos (futbolistas en ciernes en busca de fama y dinero) y se enfrasca en ensayos interminables para alcanzar no la fama ni la fortuna, sino ser el mejor.

En La La Land sus protagonistas son un par de románticos donde ella (sorprendente Emma Stone) quiere ser actriz y donde él (Ryan Gosling) quiere ser músico de jazz. La realidad los obliga a hacer castings para series de tv idiotas y tocar en bandas de neo jazz-pop, pero sus sueños son más altos que la estabilidad económica o la fama.

Tal vez por eso enoje tanto La La Land, porque lo suyo no es la nostalgia que vende por romántica, es una nostalgia que confronta a una generación pusilánime donde el sacrificio es impensable y la gratificación inmediata es la meta diaria. Esta cinta es para otros soñadores, aquellos que están dispuestos a pagar el costo de sus propios sueños.

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