Presupuesto, seguros, ahorros, inversión: en general estas palabras tienden a sonar a problemas y complejidad entre las personas jóvenes y adolescentes, aunque el mundo de las finanzas y sus extensiones está lleno de prejuicios y desconocimiento por una gran parte de la población.
Al respecto, cabe precisar que México sigue manifestando tasas muy altas en materia de sub-bancarización. Según la Encuesta nacional de inclusión financiera (ENIF) de la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV) y el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), casi el 56 % de la ciudadanía no tiene ningún tipo de cuenta bancaria (en parte por la relevancia de la economía informal); solamente el 25 % de las y los adultos cuenta con algún tipo de seguro, el 41 % tiene una cuenta de ahorro, y se estima que el 60 % de los préstamos provienen de amigos y familiares.
Pese al miedo y la desconfianza persistentes, en parte por la historia financiera nacional, las reformas todavía recientes de 2014 tienen por objetivos reforzar las instituciones reguladoras, promover la competencia, mejorar la seguridad, reducir los costos, entre otros. De hecho, el debate sobre las barreras de los costos sigue vigente: según la Comisión Nacional para la Protección y Defensa de los Usuarios de los Servicios Financieros, México ocupa el tercer lugar de 10 países latinoamericanos en materia de cobros de comisiones por parte de instituciones financieras, lo que podría mantener un cierto desincentivo para las personas usuarias de los servicios financieros.
En nuestros entornos capitalistas, el gremio financiero y su impacto en el desarrollo socioeconómico personal y de la sociedad en general juegan un papel cada vez más importante e influyente. Sin embargo, los actores financieros no están obligados en materia de educación financiera. El Estado tampoco está proveyendo las herramientas eficientes en la materia. La poca información existente y difundida tímidamente está enfocada en una población adulta o mayor.
La educación financiera debería ser un eje de la educación básica desde la más temprana edad con una visión de prevención, previsión y construcción de futuro a largo plazo; más aún en las generaciones millennials o Z que tienden a vivir bajo la óptica de la inmediatez. Con el fin de desplegar más capacidades desde la ciudadanía, valdría la pena reflexionar alrededor de una contribución o de un incentivo fiscal de las propias instituciones financieras para invertir en estrategias de educación financiera, conjuntamente con el Estado desde una visión de corresponsabilidad social.
Si bien vale la pena promover este tipo de educación con el fin de detonar comportamientos inversionistas, también resulta fundamental elaborar campañas de sensibilización al riesgo de los créditos, algunos potencialmente al origen de sobreendeudamientos.
La OCDE y el G20 han adoptado líneas estratégicas rectoras para el desarrollo de la educación financiera en los países miembros a lo largo de la vida de las y los ciudadanos, reconociendo contundentemente sus beneficios. Incluso, en algunos de estos países la educación financiera forma parte obligatoria de los programas de la educación pública desde la adolescencia.
La educación financiera contribuye a que un país cuente con una ciudadanía no solamente resiliente frente a los riesgos y retos económicos, sino también informada y proactiva económicamente, que fortalezca las capacidades del propio Estado. Por ende, la educación financiera beneficia el desarrollo humano, al Estado y a su estabilidad socioeconómica: siempre y cuando genere confianza en instituciones fortalecidas, transparentes, profesionales, respetuosas del Estado de derecho, y que el propio gobierno tenga la capacidad de ejercer los mecanismos de control necesarios para la seguridad y el bienestar social.
*Fundador de Espacio Progresista, A. C. Asesor en estrategias de políticas públicas, incidencia social y cooperación internacional.
@aurel_gt