POR GIO FRANZONI
Ahora estoy desempleada, como mi madre cuando la niñera se le fue y al jefe no le pareció que no pasara una semana día y noche en la oficina. Ya no gozo de un cheque mensual, como pasó con mi prima cuando los del bufete de abogados donde trabajaba se enteraron de que estaba embarazada.
Carezco de seguro de gastos médicos o prestaciones, como mi abuela, que toda la vida se dedicó a los suyos; a plancharles la ropa, mantener bien alimentadas sus boquitas y un largo etcétera, que incluye productos detergentes para dejar la casa limpiecita, aunque sin ningún reconocimiento por su arduo trabajo.
Yo no estoy embarazada. No tengo hijos, ni esposo machito, pero me quedé sin chamba porque el yugo del patriarcado laboral no perdona y estaba a nada de asfixiarme, de ahogarme en inseguridades. Salí de ahí sin finiquito, y con el estandarte feminista bien alto.
Porque si ser madre y/o esposa con una carrera profesional exitosa es un superpoder, este se deriva de la práctica que da lidiar con el machismo que se respira en las salas de juntas, los puestos de alto rango, los mails, las pláticas frente a la cafetera, el elevador y hasta cuando esperas tus copias frente a la fotocopiadora.
Lo que vuelve todavía más complicado el asunto es que además de dominar el arte marcial que es –pero no debería– para nosotras ser exitosas, es que en el camino a la meta vamos sacrificando demasiado.
Esa cruda verdad que se ve a diario, y que acabamos de repasar, mi mamá me la explicó sin querer en uno de esos domingos en los que planchaba mi uniforme para la preparatoria mientras veíamos El diablo viste a la moda (The Devil Wears Prada) en la televisión.
—No así tan enojona, pero yo pude haber sido esa Miranda Priestly –me dijo mi mamá cuando los créditos estaban apareciendo.
—¿Y luego? –le dije esperando que la respuesta no hiciera tanto eco en mi cabeza.
—Y luego nada, así como Andy Sachs (Anne Hathaway) preferí otras cosas… mí esposo, mis hijas –contestó.
Creo que lo que más me impacta es que a doce años de que se estrenó esa cinta, aún son mayoría las mujeres que cargan completamente el peso de su familia, las responsabilidades del hogar o la atención de sus hijos como si fueran obligaciones aisladas, como si ser mujer las condenara.
¿Una relación estable o un ascenso con nueva oficina? ¿Dejar que tome su curso lo que te reveló esa prueba positiva de embarazo o mantener estable ese nuevo trabajo que tanto deseabas? ¿Estar ahí cuando tus hijos lo necesitan o terminar el reporte que le urge a tu jefe?
¿Ser para tu marido lo que Televisa le contó en sus telenovelas o tener que vivir un matrimonio tóxico porque no le parece que tu cheque sea más grande que el suyo? ¿Ser parte del desayuno mensual de las señoras del colegio al que va tu hijo o ser criticada por ellas mismas debido a que eres madre ausente por ser trabajadora?
El personaje de Miranda Priestly empata con los rostros de las mujeres que se han hecho esas preguntas. Tanto para las que se han aferrado a su profesión, como las que han decidido abandonarla. Porque como ella, todas sufren los daños colaterales debido al alto grado de desigualdad que hay para nosotras en el entorno laboral.
Es por eso que a las que llegan a alcanzar el éxito en sus trabajos se les denomina popularmente “mujeres luchonas”; porque en realidad sí lo fueron. Como Miranda, se esforzaron el doble que sus compañeros hombres porque de cajón nuestro conocimiento se acredita en un estándar más bajo; dejaron su vida personal de lado; sufrieron acoso laboral; durmieron poco con el objetivo de equilibrar su hogar con la presión laboral y alimentaron debidamente su autoestima para que los comentario sexistas no atravesaran la carcasa de lo que las hace únicas.
Pero sobre todo se forjaron con carácter recio, resiliente; uno que les permite recordarles a los machos que no estamos en el siglo pasado y que los roles de las mujeres en el entorno laboral están evolucionando gracias a ellas, a estas mujeres poderosas que están empoderando a otras mujeres.
En lo único que se equivocaron en esa película en donde se retrata muy bien los diferentes roles de la mujer en el entorno laboral –todas ellas sacrificadas–, es la referencia errónea en el título del film.
El diablo no es Meryl Streep y su vestido Prada, sino los individuos en traje y corbata que estructuraron un sistema laboral en el que iba a ser eternamente juzgada. Porque si Streep hubiera tenido un marido feminista y el ambiente laboral fuera igualitario, su camino al éxito no hubiera sido un viacrucis. De la misma forma que mi madre no se hubiera divorciado para regresar a su profesión, mi prima hubiera tenido a su bebé sin perder su trabajo, mi abuela hubiera tenido otras libertades o yo seguiría trabajando en lo que me apasiona sin sentirme constantemente violentada.
He ahí el porqué es importante que seamos nosotras mismas las que desmitifiquemos la idea de ser el pilar de la familia, el hogar o la relación de pareja. Así entre todas vamos a quitarnos de culpa, desahogarnos de responsabilidades, deshacernos de entornos laborales machistas.
Y sí, inevitablemente tendremos que sacrificar algo como Miranda, pero con la satisfacción de que nuestra resistencia está aplanando el camino de las emprendedoras que vendrán en el futuro; mujeres exitosas que no necesitarán dominar el machismo como arte marcial para llegar al puesto que aspiran.