Hace poco más de 20 años, en abril de 1997, durante el desarrollo del primer Congreso Internacional de la Lengua Española, realizado en la ciudad de Zacatecas, el Nobel colombiano Gabriel García Márquez hacía estallar de ira a los puristas y ortodoxos miembros de la Real Academia Española (RAE) al proponer –un tanto en serio y un tanto en broma– “la jubilación de la ortografía y las reglas de la escritura”, pues creía que era urgente “simplificar la gramática, antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros”.
Gabo sugirió “enterrar las haches rupestres” y firmar un tratado de límites entre la ge y la jota. “Aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos, antes de que se nos infiltren sin digerir”, pidió el originario de Aracataca.
El autor de Cien años de soledad abogaba por “no meter en cintura” a la lengua, sino “liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo venturo como Pedro por su casa”. Enfatizaba que la ortografía era un terror humano desde la cuna, y repetía que “el mejor idioma no es el más puro, sino el más vivo. Es decir: el más impuro”.
Ya entrados en gastos, y ante el asombro de los miembros de la Academia, propuso también negociar con los bárbaros gerundios, con los endémicos qués y con el parasitario dequeísmo. Pidió devolver al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: “váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos”.
Como era de esperar, la mayoría de los asistentes al Congreso Internacional de la Lengua dijeron que las ideas de García Márquez eran una locura; ocurrencias sin sentido. Sin embargo, nadie imaginaba que el famoso escritor estaba anticipando el futuro.
Con los años, la RAE ha comenzado a humanizar las reglas ortográficas, tal y como lo pidió Gabo. Por ejemplo, ya derogó el acento en el adverbio “sólo”, así como en los pronombres demostrativos (éste, ésa, aquéllo).
Además, aunque en ese momento ya existía el Internet, todavía nadie en el mundo pronunciaba las palabras “Fecebook”, “Twitter” ni “redes sociales”, que son plataformas digitales mediante las cuales la gente de hoy en día se comunica al instante sin seguir al pie de la letra las reglas ortográficas ni tomar en cuenta las estructuras gramaticales más elementales. Pero aun así, todos entienden lo que se dice cuando alguien escribe en algún muro virtual: “Ola ke ase”.
“Nunca pude entenderlo. Uno de mis maestros trató de darme el golpe de gracia con la noticia de que Simón Bolívar no merecía su gloria por su pésima ortografía. Otros me consolaban con el pretexto de que es un mal de muchos. Aún hoy, con 17 libros publicados, los correctores de mis pruebas de imprenta me honran con la galantería de corregir mis horrores de ortografía como simples erratas”, le dijo García Márquez a su biógrafo Gerald Martin, en el libro Una vida.
Ahora, no son pocos los lingüistas que aseguran que es irremediable que el idioma español siga cambiando y evolucionando (o involucionando) mezclado con otros idiomas, y mutando mediante nuestros sistemas de comunicación. Tal vez por eso no resulta extraño que, mientras la Real Academia Española anunciaba hace unos días el fin de sus diccionarios en forma física, porque ya no se venden, en todo el mundo se celebraba el Día del Emoji.
*Periodista especializado en cultura.
@rogersegoviano