Por Valeria Galván
Recuerdo a un tío, Jorge, de 36 años; casado, tenía una hija de 4 años y esperaba la segunda. Un hombre con mucha personalidad que a simple vista generaba confianza y simpatía.
Con 10 años más que mi papá, era quien le daba consejos al pobre muchacho que se había adelantado algunas etapas de su vida casándose a los 21 y siendo padre a esa misma edad. Mi papá le tenía demasiado respeto y no solía contradecirlo.
Mi tío era fan de las siestas, y lo recuerdo así, dormido. Ingeniero de profesión, freelance y emprendedor, detestaba la idea de “trabajar para alguien más”, y constantemente nos daba largas terapias sobre la vida independiente. “A mí no me gusta que me impongan horarios”, decía de manera tajante.
Era una persona peculiar, de esas que te citan en su casa a las 9:00 a.m. para ir de picnic en familia y te hacía esperar en su sala hasta las 2:00 p.m. El picnic lo llevábamos a cabo en su comedor, y tanto mi tía como mis primas estaban furiosas, aunque trataban de mantener la calma frente a los invitados. Afortunadamente, mis papás eran pacientes y yo, sólo una niña.
Alguna vez lo invitaron a trabajar en un corporativo grande; duró menos de un año gracias a esa impuntualidad que tanto lo caracteriza. Lo despidieron y no de una forma amable.
Mi papá trabajó a su lado por 5 años apoyando su emprendimiento de construcción, y gracias a que es brillante con los números mantuvo a flote a la compañía durante ese tiempo, dejando que su hermano durmiera lo suficiente. Un día papá se cansó de él y se fue a hacer lo suyo.
Hoy en día, mi tío tiene 64 años, una fea separación con sus esposa e hijas y una diminuta cuenta en el banco que apenas le da para vivir.
A veces pienso que la vida le ha dado varias oportunidades y que sólo las despilfarra en proyectos poco convencionales que no lleva a cabo por dormir. Es que simplemente ¡le encanta!
Su último proyecto, después de haber pasado por constructoras, cafeterías, pizzerías, restaurantes y venta de productos para bajar de peso, consiste en la compra de borregos y gallinas que están al cuidado de un chico a quien le da una lanita diciéndole “Ahí te los encargo”.
Cada vez que visita a papá con el fin de sentir un poco de tranquilidad que sólo él puede brindarle, le cuenta que siente que todo lo ha hecho mal y que no sabe en qué momentos pierde la cabeza tanto. Se siente demasiado viejo y sin energía. Se siente solo.
Hay muchas frases sobre el sentido de la vida; “¡Sólo se vive una vez!”, “¡Vive este día como si fuera el último!”. ¿Qué tanto hay de cierto cuando nos espera una segunda etapa de la vida llena de achaques? ¿Qué tanto podemos vivir nuestros días como si fueran los últimos cuando se trata de dinero?
El sentido de la vida probablemente es más serio de lo que pensamos, y más allá de vivir en ese nuevo cliché del yolo, podemos reflexionar sobre un equilibrio financiero que nos permita estar tranquilos. Mi propuesta del sentido de la vida sería la siguiente: vive cada uno de tus días como si fuera el último y ahorra dinero en caso de que tengas una larga existencia.
*Buscadora de historias urbanas de sus contemporáneos millennials. Ponte atento, tu historia puede ser la próxima.
@valeria_galvanl